Jane Alezoyo, una campesina de 43 años, sabe que el silencio es más mortal que el sida. Lo aprendió de la manera más dura posible: el secreto que su marido escondía dentro de su sangre mató a sus cuatro hijos. Él nunca tomó medicinas ni ningún otro tipo de precaución, desobedeciendo las órdenes de todos los médicos con los que habló. Le daba tanta vergüenza admitir que era seropositivo que ni siquiera se lo contó a su mujer. Sin hacer ruido, el virus se extendió de un miembro a otro de la familia de esta pareja y todos sus niños murieron antes de cumplir tres años, cuando la enfermedad debilitó sus sistemas inmunitarios. “Creía que Dios nos estaba castigando, y no podía comprender por qué”, lamenta Alezoyo. “En ese momento, no entendía nada”.
Alezoyo ahora comprende que las muertes de sus niños no tenían nada que ver con la ira de Dios. También ha aprendido que, si su pareja hubiese sido sincera, podrían haberlas evitado: los medicamentos y la leche de fórmula hubiesen impedido que ella les transmitiese el VIH durante el parto o mientras les amamantaba. Pero ella descubrió la verdad demasiado tarde.
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