Varias líneas ferroviarias unen ya grandes capitales con centros portuarios o industriales del continente. El furor de la pasada década va dando paso a la cautela. La asimetría entre el gigante asiático y los países africanos que reciben préstamos suscita preguntas y extravagantes teorías.
Flamantes trenes de tecnología china conectan, desde 2019, Nairobi, capital de Kenia, con la pequeña ciudad de Naivasha. Las máquinas sortean la abrupta topografía del Valle del Rift mediante virguerías de ingenio técnico. Se suspenden en inmensos puentes de hormigón alzados hasta los 58 metros. Se adentran en largos túneles. Y llegan, tras recorrer 120 kilómetros, a su modesto destino: una localidad sin apenas peso económico. Con 200.000 habitantes dedicados fundamentalmente a la hortofloricultura y el turismo.
En el ambicioso plan ferroviario de África oriental, Naivasha no es más que una etapa en el camino. Una corta parada para un trazado que, en teoría, ha de unir Tanzania, Kenia, Uganda, Ruanda y Burundi. Y, más al norte, Sudán del Sur y Etiopía. A principios de siglo, estos países pensaron en grande al concebir un proyecto que diera carpetazo a sus maltrechas vías y sus vetustas locomotoras. Querían llevar al desguace sus tecnologías obsoletas, muchas heredadas de la época colonial. Olvidar los quebraderos de cabeza provocados por los diferentes anchos de vía. Dinamizar el comercio y facilitar la movilidad. Integrar territorio con una acción decidida.