Chej Hamdi era el mayor de ocho hermanos y trabajaba como pastor en los territorios liberados del Sáhara Occidental para ayudar a su familia. En Auserd pudo construir una wilaya para sus padres, FaidaCheh, 43, y Hamdi Brahim, 57, y sus hermanos dentro de los campamentos de población refugiada saharaui en Tinduf. Le costó un año de duro trabajo.
El 14 de noviembre de 2021, Hamdi iba en el coche junto con cuatro amigos.Habían salido desde el campamento nómada para dirigirse a Gleibat El-Fula, una región meridional donde se encontraba su ganado de cabras y camellos. “Eran las dos o las tres de la tarde”, recuerda su madre.
En ese momento, un misil lanzado desde un dron marroquí cazó al vehículo. El ataque no le mató al instante, pero Hamdi no pudo recuperarse de las heridas y murió a la mañana siguiente. Tenía 24 años. Sus amigos y él se convirtieron en mártires. Para la sociedad saharaui, aquellos compatriotas que mueren en estas circunstancias lo hacen como consecuencia de la causa de su pueblo, que los eleva una especie de categoría política por encima de la propia tragedia humana. La palabra víctima se queda corta.
Desde que en noviembre de 2020 se resumió el conflicto armado entre el Frente Polisario y Marruecos, el dron ha aparecido como el nuevo protagonista de guerrareemplazando a las minas.