Mayo siempre será un mes especial: es el mes que la Iglesia dedica a la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios y madre nuestra.
El mes que hoy empieza ha de ser tiempo propicio para renovar el amor que todos los bautizados debemos profesar a la mujer que Dios eligió -desde la eternidad- para ser madre de su Hijo, Jesucristo, el Verbo hecho carne para redención del género humano. ¡Cómo no volver la mirada hacia Ella, que nos mira primero con dulzura y compasión! No es casualidad que Dios haya querido crecer al calor de una madre como María y recibir sus amorosos cuidados.
En el plan de salvación, la Santísima Virgen María ocupa un lugar especial. En virtud de su maternidad, fue concebida inmaculada, y por fidelidad a su Hijo, ha sido coronada como Reina del Cielo y de la Tierra. Por eso, no hay santidad sin el concurso de María, porque toda Ella -dichos y obras- lleva a Cristo. ¡Quién conoce mejor a un hijo que una madre! ¡Qué hijo bueno y noble no conoce a su madre o la ama con todo el corazón!
Habría que ser uno un poco o muy necio para no dejarse abrazar por esa Madre amorosa que Jesús nos regaló. En consecuencia, ¡cómo no dedicar un tiempo para conocerla mejor y mejorar el trato con Ella, que conoció y amó a Jesús como nadie en la tierra! Y que, no lo olvidemos, ama a cada uno de sus hijos, los seres humanos, con cariño y ternura semejantes.