Casi nadie vio que el proyecto de Putin era la restauración del Imperio zarista, la gran Rusia o algo lo más parecido posible a la URSS. Se apuntan muchos a esta teoría, pero solo desde hace pocas horas.
Confieso que al escribir este texto no puedo olvidar el conmovedor artículo recientemente publicado por Antonio Fernández Vicente bajo el título Guerra y desencanto en Stefan Zweig. Por supuesto que aún albergo la esperanza de que la mayor parte de las reflexiones que voy a exponer sean desacertadas lo antes posible.
En muchas ocasiones ni los analistas ni los políticos saben o quieren leer las intenciones reales que anidan en las declaraciones que se hacen por parte de los que manejan la geopolítica. Casi nadie vio que el proyecto de Putin era la restauración del Imperio zarista, la gran Rusia o algo lo más parecido posible a la URSS, aunque ahora se apuntan muchos a esta teoría.
Anteayer, como quien dice, todavía se hablaba de que su aspiración era asegurar que Ucrania renunciase definitivamente a Crimea, a acercarse más a Occidente y a aceptar a los independentistas del Donbás, para colocarla bajo control ruso, igual que hizo con Bielorrusia y Georgia.
Ni las declaraciones ni los actos de los líderes políticos son casuales y los símbolos, precisamente porque lo son, tienen un valor comunicativo fundamental que, desde que el mundo es mundo, no se puede pasar por alto.
Cuando Putin accedió al poder recuperó el himno de la antigua URSS y adoptó el águila imperial zarista como emblema incorporado a la bandera tricolor. Muy pocos años después, en 2005, calificó la desaparición de la URSS como la mayor catástrofe geopolítica del pasado siglo. Entonces marcó la estrategia que iba a presidir su política durante estos casi veinte años.
Los dictadores son personas extraordinariamente narcisistas y se consideran llamados a desarrollar un proyecto que les dará gloria después de su muerte.