“No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. En la época de Jesús, los peregrinos llegaban de todas partes, y el templo no habría podido funcionar sin los cambistas y los vendedores de animales para los sacrificios. Ni tampoco podría hoy el Vaticano sin nuestra aportación económica y sin los turistas que pagan para visitar sus museos. Pero, entonces como ahora, nunca ha habido peor corrupción que la de los buenos. Los medios de comunicación hablan de Unicef, Oxfam y de funcionarios de la ONU que piden «favores sexuales». Sacerdotes pedófilos y obispos que los han escondido, han dañado horriblemente la imagen de la comunidad católica… Más cercanos a la realidad evocada por el evangelio de este domingo están la corrupción de los políticos y el uso del Banco Vaticano para blanquear el dinero sucio…
Ya en el siglo sexto antes de Cristo, los profetas proclamaron que los judíos habían merecido el Exilio: la injusticia social había pervertido el país y convertido en supersticioso el culto en el templo. Y los reyes, que hubieran debido velar por los pobres, pensaban sólo en el propio beneficio. Seis siglos más tarde Jesús condenó a los escribas que utilizaban la ley para esclavizar a sus correligionarios, y a los fariseos, que, porque eran muy practicantes, se creían superiores a los demás. Hoy, una vez más, la de los buenos está resultando la peor de las corrupciones… No debe pues sorprendernos el que nuestra comunidad cristiana camine hacia su exilio. Porque lo hemos merecido.
“Pero él hablaba del templo de su cuerpo”. Este es el segundo punto que me ha llamado la atención en el narrativo de este domingo. En efecto, si para hablar de la presencia de Dios entre nosotros, Mateo llamó a Jesús ‘Emmanuel’, ‘Dios-con-nosotros’, Juan por su parte, afirma ya al comienzo de su evangelio: «la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros». Con su cuerpo humano, Jesús es el templo en donde Dios quiere reunirse con nosotros. Y no sólo Jesús. Juan añade: «Y a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios». De lo que San Pablo saca las consecuencias: “¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? El habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios”.
¿Es motivo suficiente para que amemos y cuidemos nuestro cuerpo? Ciertamente. Sin olvidar sin embargo, que según San Juan, es en el momento de la muerte, cuando el cuerpo de Jesús, herido, destrozado, despreciado… ha sido más «eficaz» como templo de Dios: “E inclinando la cabeza, entregó el Espíritu”. ”Y al punto salió sangre y agua”.
Es en ese cuerpo de Jesús, –-“Sin figura, sin belleza, lo vimos sin aspecto atrayente”‘, escribió acerca del Siervo de Dios un poeta anónimo durante el exilio–, en el que pienso al ver a algunos enfermos, a los discapacitados con los que me cruzo en los parques y a tantas otras personas… Sus cuerpos, a veces deformes, a menudo ajados, son verdaderos templos de Dios. Y me siento incómodo ante el culto del ‘cuerpo perfecto’ que los medios de comunicación y la publicidad quisieran imponernos. Nos preocupamos demasiado a menudo porque nuestros cuerpos no son, o ya no son, como nos gustaría. Olvidamos las palabras de Jesús, “Pero él hablaba del templo de su cuerpo”. Y las de San Pablo, de absoluta actualidad hasta que lleguemos al final de nuestra vida: “¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? El habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios”.
Ramón Echeverría, mafr