Pocos disfraces hay tan efectivos para encubrir la corrupción como el de “misionero”
La corrupción que se esconde bajo especie de bien es la más nociva, como San Ignacio reflexionó y estudió. Y pocos disfraces hay tan efectivos para encubrir el mal como el de “misionero”, palabra mitificada y a la vez erosionada, peligrosa como pocas. Por desgracia, la vida me ha ofrecido ya variados ejemplos.
Hay quienes abusan o se aprovechan (así define la RAE el término “vampirizar”) de la categoría de “misionero”, entre comillas, para otros intereses que están lejos del Reino de Dios (cfr. Mc 12, 28b-34), es decir, en el polo opuesto de amar a Dios sobre todas las cosas y a los demás como a uno mismo. Más bien suelen actuar en provecho propio, con diferentes grados de compulsividad e inconsciencia según la configuración psicológica de la persona.
Al principio dan el pego, o sea que pasan por “buenos y santos” (Ej 332), como corresponde a los misioneros, calificados en el imaginario popular como gente solidaria, radical, punta de lanza, los que están en primera línea de la evangelización, la auténtica Iglesia, quienes “entregan la vida”… Hace poco escuché a uno hablando así de sí mismo, que él está acá “entregando la vida”, y me dio vergüenza ajena y grima.
Pero cuando uno examina conductas y actuaciones de principio a fin (Ej 333), y a veces al discurrir de algunos meses y años, se da cuenta de todo va a peor y finalmente estos aparentes “misioneros y misioneras” suelen acabar mal…