29 marzo 2021 21:58 CEST/ María Rodríguez Velasco, Universidad CEU San Pablo
El maestro flamenco dominaba la técnica del óleo y era detallista hasta el extremo de crear su propia arquitectura. En ella, las leyes de la perspectiva quedaban relegadas en favor de la exposición del mensaje.
Uno de los grandes renovadores de la pintura occidental es Rogier van der Weyden (h. 1399-1464), que encarna en sus obras el realismo, el detallismo y el simbolismo propios de la escuela de los Primitivos Flamencos.
El reconocimiento de sus coetáneos fue tal que, en 1460, los duques de Milán no dudaron en enviar a uno de sus pintores de corte, Zanetto Bugatto, a formarse con el gran maestro de la ciudad de Bruselas. Su fama se hizo extensiva a Alemania, donde Alberto Durero lo alabó como “el mayor de los pintores”.
¿Qué despertaba tal admiración? Ante su monumental Descendimiento (ant. 1443, Museo del Prado) advertimos el equilibrio compositivo, el realismo de sus rostros como expresiones individualizadas del dolor, el modelado de las anatomías mediante un sutil claroscuro o el tratamiento envolvente de ropajes cuyos pliegues subrayan un carácter tridimensional alejado de la tradición anterior.
Su dominio del óleo nos ofrece una paleta cromática viva y de ricos matices que recrea un sinfín de texturas diferenciadas. Pero una contemplación más detenida de sus pinturas nos invita a traspasar la apariencia para introducirnos en un mundo de símbolos y discursos paralelos que enriquecen el significado último de cada pintura.