Si continuamos definiendo la libertad como hacer lo que uno desea sin tener en cuenta a los demás seguiremos castigando a las personas más vulnerables durante esta crisis sanitaria y, lo que es más contradictorio, reduciendo sus libertades.
¡Necesitamos libertad! ¿Por qué no vamos a poder hacer lo que queramos mientras no molestemos a nadie? ¡Necesitamos sentirnos vivos! ¡Para estar así mejor poder sentirse libres! Últimamente escuchamos muy a menudo alguna de estas frases.
Las medidas adoptadas para hacer frente a la pandemia provocada por el SARS-CoV-2 han puesto límite a nuestra capacidad de realizar muchas actividades que nos gustan: tomar algo, viajar, salir cuando queramos, reunirnos con nuestros amigos y familiares, ir de fiesta… Bajo esa coerción se ha comenzado a usar el concepto de libertad como proclama, en muchos casos politizada, o en muchos casos sesgada por el cansancio ante la limitación de ciertas libertades que considerábamos derechos básicos.
En la actualidad, algunos identifican libertad como una especie de libre albedrío de acuerdo a las posibilidades de cada cual. Es decir, se trataría de poder satisfacer nuestros deseos siempre que podamos permitírnoslo. Sin embargo, esta perspectiva utilitarista contamina uno de los conceptos más importantes que sustenta nuestra sociedad, ya que la libertad es otra cosa. La libertad no es hacer lo que nos dé la gana, sino permitir que todos tengamos las capacidades y posibilidades de satisfacer nuestras necesidades o voluntades.
¿Qué quiere decir esto?
El indio Amayrta Sen, ganador del premio Nobel de Economía en 1998, escribió hace años un libro titulado “Desarrollo y Libertad”. Para este economista, ambos conceptos están unidos, ya que la libertad o el desarrollo se pueden definir como la expansión de las capacidades u oportunidades que permiten que cada persona tenga la vida que desea o a la que aspira.