Un autobús frena lentamente en la estación. De él descienden un grupo de jóvenes, parejas de viaje de novios, familias con niños. Todos ellos dispuestos a disfrutar de unos días en la provincia del sol, en la pequeña (pero concurrida) ciudad de Roquetas. En la playa de La Romanilla abundan las toallas, de colores, vibrantes, y un par de ancianos compiten por clavar su sombrilla en la mejor porción de arena. Los niños juegan en la plataforma que hay situada sobre el mar, y los salvamentos charlan animadamente mientras escrutan la costa. Las fuertes temperaturas y la cálida brisa invitan a tomarse un refresco en una de las múltiples terrazas que adornan el paseo. Comienza la temporada de verano, y con ella, el bullicio propio de los viandantes despreocupados, deseosos por disfrutar de su merecido descanso en uno de los muchos hoteles de la ciudad almeriense.
Pero Roquetas no es sólo sol, mar y playa. Roquetas no es sólo turistas, tiendas de suvenires y parques acuáticos. Roquetas no son dos meses al año. Más allá de las primeras líneas de la costa, situada estratégicamente en uno de los lindes de la ciudad, se alzan, con toda la dignidad propia de las personas mayores, curtidas por los años y las experiencias, las 200 viviendas. Impetuosas, antiguas pero jóvenes, llameantes pero tristes. Los edificios, necesitados de unas cuantas reformas, resisten, dignos, el paso de los años y el descuido propio del rechazo público. Las doscientas no es un sitio turístico, no es un lugar que importe más allá que aquellos que habitan en él, abandonados a su suerte. En las doscientas no hay dinero y sin dinero, no hay parques, no hay reformas, no hay grandes comercios.
Junto a ellas, un océano de plástico emerge entre las colinas, extendiéndose hasta donde alcanza la vista. Un mar de plástico que nutre económicamente a Roquetas, a partir del trabajo constante, infatigable, de los habitantes de las 200 viviendas.
Las doscientas se erige casi como una ciudad independiente, un mundo austero que emerge del lugar más recóndito de Roquetas.
Las doscientas es una historia de gente pobre, sí, pero de corazones ricos. Es una historia de inmigración, de la lucha por pertenecer a un mundo (el occidental) que les repudia y les exige un precio muy alto sólo por el derecho a permanecer en él. Un precio demasiado alto, si uno se aproxima a sus casas, a sus tiendas, a sus calles. Son ciudadanos españoles, pero poco distan de los refugiados abandonados en las costas europeas. Cuán irónico es, ver que han sido oficialmente aceptados, cuando en realidad están siendo repudiados. Por su color de piel. Por su ciudad de origen. Por la nación que aparece impresa en un decrépito pasaporte.
Si buceas en Internet, y relees periódicos antiguos, la imagen que aparece plasmada de este barrio es cuanto menos negativa. Pero es necesario acercarse al lugar, poner un pie en sus calles, para conocer como es verdaderamente la realidad. Gracias a Padres Blancos, un grupo de jóvenes hemos tenido la oportunidad de conocer de cerca esta historia, maravillosa y triste a partes iguales. La historia de unos hombres, mujeres y niños, que abandonaron todo lo que tenían en busca de una oportunidad mejor en el mundo desarrollado, en nuestra patria, y que se vieron relegados a un pequeño barrio marginal en el que no molestan, porque no son nada. Para los demás es más fácil asumir los prejuicios, no rebatirlos, conformarse una idea preconcebida de lo que pasa allí, a intentar descubrirles.
Porque si lo hicieran, la realidad les impactaría de lleno: en la plaza de Andalucía, mientras el sol va saliendo por el horizonte, un grupo de niños juega tras un balón. El color de sus pieles, de un chocolate intenso, brilla resplandeciente. Sus ojos, jóvenes y vivos, han visto ya mucho mundo. Mucho más del que la mayoría, a su corta edad, haya podido ver. En una esquina, varias niñas juegan sentadas en el asfalto. Sus cabellos están poblados de trenzas y lazos, todos ellos de colores intensos. Ríen y disfrutan, porque saben que esa mañana va a ser especial. Esa mañana, mientras sus padres trabajan en los invernaderos para poder ganarse el jornal, a los pequeños le s aguarda una pequeña sorpresa. A las 10, comienzan a aparecer jóvenes en la plaza. Cualquiera que pasara por allí en aquellos momentos, pensaría que se han desviado de la zona turística y andan perdidos: chicos y chicas de tez blanca, cabellos rubios, morenos, hasta pelirrojos. Desde luego, esos chicos no son de las doscientas. Pero tampoco andan perdidos.
Se trata de los nuevos voluntarios de los Padres Blancos, que han venido de distintos lugares de España para disfrutar de una semana con los niños y jóvenes de las doscientas viviendas; con los hijos de los trabajadores del Mar de Plástico. Vienen con las pilas cargadas, las mentes y los corazones con ansias de nuevas experiencias. Durante una semana, organizarán actividades con los niños, juegos, lecturas, premios. Comienzan las Olimpiadas de las Doscientas Viviendas. Y todos saben, tanto los niños de tez chocolate como los blanquecinos voluntarios, que aquella será una experiencia que jamás olvidarán.
Nuestra Experiencia
La suerte determina el lugar donde nacemos, las dificultades o facilidades que nos depara el futuro. El porvenir está determinado por dónde y en qué familia nacemos, dado que las oportunidades no son las mismas para todos.
En estos días en las doscientas, nos hemos dado cuenta de lo afortunados que somos, por tener la posibilidad de acceder fácilmente a una educación de calidad, por tener un techo y un plato caliente todas las noches. Por tener unos padres que quieren, y pueden, dedicarnos el tiempo que todo niño necesita.
También hemos tenido el placer de conocer a unos niños maravillosos, agradecidos, ávidos de conocimientos y de cariño. Niños que han nacido con el estigma de ser distintos, de ser inmigrantes, con la carga de vivir en un mundo que no les acoge. Porque su tez y su nacionalidad dicen cosas distintas. Pero en el fondo, son iguales que nosotros. Y digo iguales, quedándome corta. Porque ojalá la mayoría de nosotros mirásemos con el mismo agradecimiento un vaso de zumo, o un puñado de galletas. Porque ojalá la mayoría de nosotros fuese la mitad de abierto, de gentil, de lo que son estos niños. Llenos de imaginación, de esperanzas, de humildad. Y nosotros aquí, tratando de aportar un granito de arena, pero sintiéndonos pequeños ante tanta grandeza. Ojalá el mundo estuviera un poco más repartido, y la cooperación venciera a los prejuicios y la discriminación. Porque somos tan distintos por fuera, pero tan iguales por dentro. Gracias 200 viviendas, nos has dado tanto a cambio de tan poco.
Claudia Sánchez
(Asturias)
Campo Solidario – Roquetas de Mar – julio 2016