Saina Fofanah no debería haber pasado todo el día tendida en esa cama. A sus 13 años tendría que haber ido al colegio nada más levantarse. Después, podría haber jugado con sus amigas hasta que la caída de los últimos rayos del sol en cualquier calle o patio de Freetown, la capital de Sierra Leona, donde nació y donde vive, la hubiera empujado a casa. Y allí podría haber ayudado a poner la mesa, a cocinar arroz o pollo y a fregar los platos y las ollas antes de acostarse. Pero, en vez de eso, Saina Fofanah descansa en un hospital, pegada a un gotero de suero, con una herida en el bajo vientre de unos 12 centímetros cosida con una decena de puntos. Frente a ella, dormido, yace su bebé, que al nacer hace unas horas pesó dos kilos con cien gramos, midió 44 centímetros y vino al mundo porque a su madre le practicaron una cesárea. Con todo, Saina tiene suerte de estar aquí.
Sierra Leona, un país costero de algo menos de ocho millones de habitantes situado en el oeste del continente africano, a orillas del océano Atlántico, no es un buen sitio para convertirse en madre. De hecho, es el peor lugar del mundo; según Naciones Unidas, su tasa de mortalidad materna es la más alta del planeta. Aquí mueren 1.360 mujeres por cada 100.000 nacimientos de niños vivos. El Banco Mundial rebaja esta cifra a las 1.120 defunciones y coloca a Sierra Leona en tercera posición del ránking, solo superado por Sudán del Sur y Chad, dos estados sumergidos en sendos conflictos armados. En España, este guarismo apenas llega a los cinco fallecimientos. La crueldad de esta estadística se puede ver de otra manera: de cada siete mujeres que pierden la vida en este país africano, una lo hace a consecuencia directa del embarazo o del parto.
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