Fue la primera guerra viral de África. La población igbo, en el sur de Nigeria, sufría las atrocidades de una contienda civil en la que luchaban por su independencia. Asedio incluido. No hablamos de la Edad Media. Corría 1968 y Biafra fue cercada por las fuerzas nigerianas, se destruyeron cultivos y se desencadenó un desastre humanitario. Un genocidio. Y el ya existente sistema internacional de ayuda humanitaria acudió al auxilio de las víctimas.
No era ni mucho menos la primera vez que la humanidad era testigo de las barbaries de una guerra. El siglo XX estuvo plagado de ellas. Tampoco era el conflicto más cruento de África, ni las imágenes que llegaban de la hambruna en Biafra eran inéditas. Pero un grupo de periodistas y médicos decidieron que no podían callar más contra esa injusticia y el ensañamiento contra un pueblo, independientemente de sus aspiraciones nacionalistas. Frente al silencio, mandato de la organización para la que trabajaban, decidieron crear otra en la que la denuncia y la asistencia médica fueran más que compatibles. Su misión.
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