Cuando se multiplican los muros erigidos para impedir el tránsito no de ejércitos enemigos, sino de personas que huyen de la pobreza, las guerras o los desastres naturales, resulta inaplazable cuestionar el discurso hegemónico que los legitima.
El principio de la inviolabilidad de las fronteras es un presupuesto en el que se apoyan las teorías políticas hoy hegemónicas. En su nombre los Estados quedan inmunizados ante cualquier crítica a los medios que puedan emplear para contener los flujos migratorios y poner remedio a los temores de la sociedad, medios como, por ejemplo, el cierre de fronteras, el internamiento de inmigrantes indocumentados o la instalación de barreras.
De los discursos se ha pasado a los hechos y no son pocos los Estados receptores de inmigración que han construido aparatosos muros y han tendido vallas a lo largo de miles de kilómetros de fronteras. La materialidad de esos muros fronterizos se impone, sin embargo, con tal fuerza que algunas de las controversias políticas contemporáneas más encendidas pivotan sobre su reaparición y su posible justificación.
Los muros, una falsa panacea
En el transcurso de las últimas décadas del siglo XX, muchas fronteras dejaron de ser líneas imaginarias sobre el territorio. Un considerable número de Estados decidieron fortificar esas sutiles marcas con muros intimidantes. Esa tendencia se ha consolidado en las primeras décadas del siglo XXI y los muros se han convertido en uno de los emblemas más elocuentes de la época.