Estimadas y estimados. Nos hallamos en un clima de decadencia generalizada que se esconde bajo la falsa idea de progreso y bienestar. No es la primera vez que la historia humana vive un proceso similar. Para darnos cuenta, basta con leer La Ciudad de Dios de san Agustín o el Decamerón de Giovanni Boccaccio, por poner dos ejemplos diferentes. En este estado de cosas, la experiencia humana pone de manifiesto, con más evidencia, una de las características de nuestra sociedad: encontrarle encanto a toda situación y a todo momento. Y hacerlo para no tener que plantearse críticamente el futuro ni apuntarse a cambio alguno.
Así, terminamos encontrándonos por todas partes con la existencia de «la dulce trampa de la decadencia», ejercida por multitud de gente que se pasea por calles y plazas o que habitan nuestras casas, manifestando un perfil de absoluta normalidad y convirtiéndose en portadores de este «espíritu de la época» (Zeitgeist). En consecuencia, en la mayoría de conversaciones, raramente hay alguna alusión a obras clásicas de la literatura, o a algún tema que muestre cierta inquietud o que encare el sentido propio de la vida: pocas o ninguna referencia a películas que despierten cierto interés, o a obras musicales destacables y aún menos a ningún postulado social, filosófico o existencial. Se limita todo a libros de «diseño», películas de moda, series precocinadas o temas banales.
«Es el efecto del agua salada, que cuanto más se bebe más sed se tiene, recordado por Arthur Schopenhauer»
Pueden tener estudios universitarios y cobrar sueldos superiores a la media, pero el objetivo más destacado de su vida suele ser una diversión sin fin, para privarse de pensar en lo que realmente son en la vida e ignorando el «mal infinito» —como afirmaba Blaise Pascal— que nunca es suficiente. Es el efecto del agua salada, que cuanto más se bebe más sed se tiene, recordado por Arthur Schopenhauer.
En otro nivel de cosas, altos cargos de las finanzas y de la política han visto incrementado su poder adquisitivo gracias a una tergiversación de las leyes de la economía en beneficio propio, ignorando que la economía tenía —y debería continuar teniendo— como objetivo el reparto equitativo de la riqueza. La lista podría seguir…