“No quedará piedra sobre piedra, todo será destruido”. (Lc. 21, 5-19).
Esta es la respuesta de Jesús a los discípulos que estaban fascinados por la grandiosidad y solidez del templo. En Jerusalén se estaba construyendo el templo con una fastuosidad impropia del momento. Se sabe, por documentos de la época, que la grandiosidad era impresionante y por otra parte, la penuria económica del pueblo sencillo era tremenda. “Algunos ponderaban la belleza del Templo por la calidad de la piedra y los exvotos”. Jesús responde a este comentario de los discípulos sobre la belleza del templo hablando de crisis y de destrucción. Es como si les dijera: esto que se basa en piedras y magnificencia exterior tiene que cambiar: “No quedará piedra sobre piedra”. Efectivamente, el año 70 D.C., las legiones romanas bajo las órdenes de Tito destruyeron el Templo y la mayor parte de Jerusalén.
El derribo material del templo es la expresión de que un mundo injusto tiene que acabarse para que el Reino de Dios sea posible. Pero este hecho tiene para nosotros un sentido simbólico que se realiza en la experiencia de nuestra vida y de nuestra sociedad… Toda construcción de nuestra vida fundamentada en “lo exterior”, en la apariencia y en lo superficial se derrumbará.
La destrucción del templo y de Jerusalén representa el derrumbamiento de una forma de entender la religión y la vida. También representan nuestras falsas seguridades en las que nos apoyamos y en las que perdemos de vista que nuestra “roca es el Señor”. El es el único punto sólido de nuestra vida. Para poder construir este mundo nuevo, conviene que del otro mundo y de la otra manera de vivir, “no quede piedra sobre piedra”. “Las grandes potencias de la historia de hoy», y más en concreto, «los capitales anónimos” que esclavizan y amenazan nuestro mundo» caerán….
Para Jesús no hay restauración de nada que sea antiguo, sino que hay una nueva creación.
Texto completo: Domingo 33 del Tiempo Ordinario – ciclo ‘C’ – por Benjamín Gª Soriano