Josué 5,10-12 — 2 Corintios 5,17-21 — Lucas 15,1-3.11-32
La parábola del «hijo pródigo» no necesita explicación, tan clara es, inquietante y exigente. Solo hay que leerla sencillamente, meditarla, asumirla, vivirla. Este es un himno del breviario francés que me ha ayudado a menudo en esa meditación:
No hay pródigo sin que el Perdón le busque, Para Dios nadie está lejos;
Vengan las lágrimas donde renace el hijo, Alegría de volver al Padre.
No hay herida que su mano no cure,
Para Dios nada hay perdido;
Venga la gracia donde la vida renace,
Llama que brota de las cenizas.
No hay tinieblas sin esperanza de luz,
Para Dios nada se ha terminado;
Venga el amanecer donde surge el amor,
Canción de una mañana de Pascua.
«Como todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo». Comentando este versículo, algunos hablan de la profunda humanidad de Dios, que estamos llamados a imitar. No se equivocan. Pero, ¿no es también la actitud del hijo mayor, “En tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos”, profundamente humana cuando se queja, y con razón, de no ser tratado de manera equitativa?
Texto completo: 4ºCuaresma-C-Echeverría