Isaías 35,1-6a.10 — Santiago 5,7-10 — Mateo 11,2-11
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Meditando esta semana un himno que el breviario francés dirige al Dios indecible e inefable:
“Oh Dios que ningún ojo criado – nunca ha visto,
Ningún pensamiento ha podido concebir, – ni palabra decir,
Nuestra noche es la que te ha recibido – haz que se desgarre el velo.”
Pensé en el estribillo «Ubi caritas y amor Deus ibi» («Dios está donde hay amor y caridad»), que los jóvenes de Taizé han universalizado. Porque ¿dónde podremos encontrar al Dios indecible e inefable si no allí donde se da el amor?
Una pregunta similar, no sobre Dios en general sino sobre su Mesías y Reino, parece haber preocupado a Juan el Bautista. ¿Cómo saber quién es el enviado de Dios? ¿Dónde podemos encontrarlo? “¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?”. Es lo que también nosotros nos preguntamos cada día. Jesús prometió permanecer siempre con nosotros. ¿Pero dónde está él? ¿Cómo identificar ese Reino de Dios que ya está en marcha? ¿Cómo discernir si lo que nos sucede viene de Jesús? “¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?”.
La respuesta de Jesús en el Evangelio según Mateo no puede ser más clara: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo… a los pobres se les anuncia la Buena Noticia”. Respuesta clara… y desconcertante. Según los Evangelios Jesús habría dicho varias veces: “por el fruto se conoce el árbol”. Y para responder a los enviados de Juan, Jesús no habla de sí mismo, ni de lo que sabemos que fue su gran pasión, su amor por Abba, el Dios que él considera el ‘papá’ de todos nosotros. Jesús enumera los resultados visibles de su presencia: “A los pobres se les anuncia la Buena Noticia”. Y no hay que equivocarse, para los pobres, y eso que Jesús les devolvía su dignidad olvidada, y a veces violada, la “buena noticia” se manifestaba ante todo de manera muy terrena: la salud recuperada, el hambre saciada, la injusticia reparada. Así que ésta es una primera lección de este tercer domingo de Adviento: el espíritu de Jesús no actúa necesariamente en nuestras liturgias, nuestras procesiones o nuestros belenes, sino allí en donde «la buena noticia es anunciada a los pobres».
La descripción que Jesús hace de Juan nos da una segunda lección: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto?”. El domingo pasado admiramos a Juan el Bautista, que le prepara el camino al Señor, bisagra entre lo viejo y lo nuevo. Nos identificamos con él porque nuestro mundo contemporáneo, particularmente los jóvenes, necesita «Jean-Bautistas» que preparen el camino del Señor; que acompañen y apoyen; que inspiren esa esperanza que nos permite hacer camino al andar. Según Jesús Juan no es “una caña sacudida por el viento”. Tal y como aparece en los evangelios, Juan sabe quién es, ni más ni menos. Se muestra como es. Es un hombre libre. Es auténtico.
Además, siempre según Jesús, Juan llevó una vida sencilla y sobria. Entre paréntesis, he conocido en Africa a poblaciones para las que los saltamontes salvajes, de los que Juan se alimentaba según el mismo Evangelio de Mateo, eran un manjar. En el caso del Bautista sin embargo, los saltamontes, como la ropa ordinaria, — tejida con pelo de camello en otros textos–, son la expresión de una vida sencilla, lejos de los lujos de quienes “habitan en los palacios”. En realidad según Jesús, una vida sobria y sencilla es esencial para poder mantenernos libres frente a las imposiciones y presiones sociales, políticas y religiosas.
Entonces, ya que este período de Adviento también nos ayuda a preparar las fiestas de Navidad, Jesús y Juan el Bautista nos invitan a celebrarlas con sencillez y sobriedad. El dinero gastado o el alcohol consumido no bastarán para que nuestras celebraciones y reuniones familiares tengan éxito. Curiosamente, según la policía de Gran Bretaña (y probablemente también la de otros países), las peleas familiares aumentan mucho durante las fiestas de fin de año. Reuniones y celebraciones serán realmente gozosas en la medida en que expresen y nos ayuden a compartir la esperanza que habita en nosotros desde que Dios se convirtió en “Emanuel”, “Dios con nosotros”.
Ramón Echeverría, mafr