Ven Padre de los pobres, ven a darnos tus dones, ven a darnos tu luz
Un cuerpo sin alma ya no es cuerpo, es un montón de materia orgánica en descomposición. ¿Qué sería la Iglesia sin el alma del Espíritu Santo? Tan solo un grupo en permanente descomposición, nostálgico de un gran maestro del pasado, que dejó buenas enseñanzas como tantos otros buenos hombres.
El Espíritu del Señor anima y vivifica ese cuerpo que son los creyentes y nos da capacidad para ver lo que está en la carne de la historia: la Presencia misericordiosa y transformadora del Resucitado.
El cristianismo no es afirmar la existencia de un dios deísta desentendido del mundo, fruto de la razón ilustrada con sus moralinas burguesas, que le ha prohibido al Dios de Abraham entrar en la historia y ser protagonista de un Pueblo de hermanos.
El cristianismo, en cambio, es la cercanía amorosa de la Encarnación de Jesús, muerto y resucitado, escándalo para las construcciones religiosas y necedad para los racionalismos inmanentistas. Él hace de nosotros una familia, no una aséptica sociedad reducida a mercado, donde uno está sólo y es un código de barras de consumidor y competidor sin vínculos humanos.
El Espíritu Santo es el dulce huésped del alma que cura nuestras heridas para no salir al mundo como resentidos policías de la moral, fariseos maquillados de buenitos. Nos conmueve para ser atentos samaritanos de los descartados del camino de la vida, esos Cristos crucificados de incógnito que testificarán en el Juicio del último día. Un fuego que arropa, que abre los ojos para vivir como propias las heridas del mundo, preservándonos del fuego eterno de los epulones.
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