| Francisca Abad Martín
Símbolo de la reforma de Trento, imagen del buen pastor de almas, hombre tenaz y laborioso, constante, humilde y caritativo, ése fue Borromeo. Nace el 2 de octubre de 1538 en Arona, ducado de Milán. Vástago del antiguo linaje nobiliario de Ancona, hijo del conde Gilberto Borromeo y de Margarita de Médicis y sobrino del Papa Pío IV. En 1559 obtiene el doctorado en Derecho Canónico y civil por la Universidad de Pavía. Al año siguiente su tío le llama a Roma. Pío IV iba a hacer de su sobrino como un anticipo de lo que habría de ser después el cardenal secretario.
Carlos llegó a Roma contento al ver la suerte que se le venía a las manos. En esta ciudad se había corrido la voz de que era el ojo derecho del papa y efectivamente, Pío IV había querido buscar un colaborador de confianza y ciertamente encontró en su sobrino el más fiel y abnegado servidor de su pontificado. ¿Quién mejor que alguien de su familia tan bien cualificado? A pesar de su juventud, Carlos dio muestras enseguida de su capacidad de trabajo y una gran lealtad hacia el pontífice. Era de juicio claro y agudo entendimiento, con una gran capacidad de trabajo, con grandes dotes de gobierno y administración.
El 21 de diciembre de 1560, a los 22 años, el mismo papa le ordena diácono. En 1561 le nombra secretario de Estado y el 1 de diciembre de ese mismo año es designado gobernador de Spoleto y miembro del Santo Oficio. La muerte inesperada el día 19 de noviembre de 1562, de su hermano Federico, el primogénito de la familia, a quien el pontífice acababa de nombrar capitán general de la Iglesia, causó un hondo dolor tanto al hermano como al tío.
(…)
Carlos Borromeo supo aprovechar los vientos que soplaban a su favor, no ciertamente en beneficio propio sino para bien de la iglesia y de cuantos a él estaban encomendados. Borromeo se nos presenta como un hombre dotado de unas cualidades excepcionales que le capacitaban para asumir cualquier liderazgo, pero como persona discreta que era, supo mantenerse a la sombra sin asumir protagonismos que no le pertenecían. Ante nuestros ojos lo más admirable de este hombre fue asumir que él estaba ahí para servir y no para ser servido o para “hacer carrera”. Esto precisamente fue lo que le convirtió en ese excelente colaborador tan estimado por los papas
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