«Te salva lo que haces. Las palabras se las lleva el viento del olvido».
Lo fácil es hablar. Por las pantallas y las radios nos invaden cataratas de opiniones de expertos opinadores en todo, muchas veces maestros de nada, que emiten sus juicios sumarísimos que van desde el precio del tomate a la próxima llegada del hombre a Venus o si los curas se tienen que casar. El mundo se ha convertido en un patio de vecinas fisgonas en el que a nadie le tiembla el pulso para hacerle un traje verbal a cualquier persona que tuvo la valentía de dejar de hablar y ponerse a hacer algo, ya sea inventar una receta nueva del gazpacho, subir a una montaña más o menos concurrida, recorrer un camino nuevo.
No digamos en los medios parroquiales y eclesiásticos. A menudo las parroquias, las diócesis o los grupos religiosos en general se convierten en sacristías oscuras donde campan a sus anchas los opinadores profesionales, que sentados cómodamente en la barrera van clavando las banderillas encima del pobre que se atrevió a ser torero. Somos expertos en las palabras. Sermones larguiiiiiiiiiii-iiiiiiiii-iiiiiiiiiiiiiiisimos muchas veces soporíferos tanto en el fondo como en la forma, más faltos de pasión que un finlandés en un tablao flamenco.
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