¿Qué hay detrás del nombramiento de una mujer para la dirección segunda del próximo Sínodo de obispos sobre la Sinodalidad (octubre de 2022)? ¿Una concesión a los tiempos de hoy?, ¿a las reivindicaciones feministas en la Iglesia? ¿Una forma (cómoda) de reducir el desfase real o presunto de la institución eclesial en relación con las cuestiones sociales? Todos estos supuestos tienen una cosa en común: su debilidad. Son débiles, porque le dan demasiado crédito al feminismo y no lo suficiente a las mujeres, al fenómeno de la mujer, si se me permite la expresión, y de entrada al problema de la dialéctica hombre-mujer que caracteriza a un cierto feminismo. Reformulemos, por tanto, lo que está en juego en esta nominación desde la siguiente perspectiva: ¿no será más bien que existe un vínculo más profundo, quizás incluso desapercibido para los implicados en esta decisión, entre la sinodalidad y la feminidad? ¿Un vínculo tal que la mera presencia de la mujer constituiría un argumento en contra de todos los que asocian aquí y allá la sinodalidad con una forma de ideología?
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