En su intercambio epistolar, Einstein y Freud reflexionan acerca de la inevitabilidad de la II Guerra Mundial. Observan la pulsión destructiva inherente a los humanos, y lo difícil que es evitarla.
“¿Existe algún medio que permita al hombre librarse de la amenaza de la guerra?”
Esta fue la pregunta que el físico Albert Einstein le dirigió, por carta, al psicoanalista Sigmund Freud el 30 de julio de 1932, anticipando el horror que vendría pocos años después.
Einstein señala en ese texto el “apetito político del poder” que, en su voracidad, se niega a renunciar a ninguna cuota de soberanía y se nutre de intereses económicos, preferentemente –dice– de los fabricantes y traficantes de armas.
Casi un siglo después, esa tesis sigue plenamente vigente. El interrogante para Einstein era la posición pasiva o seguidista de buena parte de la población que, aun sabiendo las penurias que tendría esa guerra para ellos, no se oponían o, al menos, no lo hacían abiertamente.
Él estaba convencido de que la propaganda, a través de las escuelas, la prensa y la iglesia, resultaba clave para esa expansión belicista, asunto que hoy continúa y se prolonga, de manera exponencial, a través de los medios digitales, en los que el gobierno ruso es un experto. La ciberguerra, con sus ataques y bulos, es la prolongación de la guerra por medios digitales.
Einstein se pregunta –y se dirige explícitamente a Freud como conocedor del psiquismo humano– si, además de estas “armas propagandísticas” y de estos intereses lucrativos, no habrá en el ser humano un instinto propio de destrucción.