Malaui, un país diminuto sin salida al mar y apenas recursos minerales o productos básicos, pero que presume de que su población es su riqueza, ha sido uno de los últimos en confirmar la presencia de casos de coronavirus. Mientras que el mundo ha cerrado sus puertas desde febrero, en Malaui hemos vivido como si estuviésemos viendo acercarse una nube de tormenta sabiendo que iba a descargar, pero con la incertidumbre de cuándo lo haría y cuál sería la intensidad del impacto.
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La gente vive apiñada y la socialización en torno al ajetreo de los días de mercado está profundamente arraigada y forma parte de la vida cotidiana. El confinamiento no sería factible ni aconsejable.
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