Hace dos siglos, un 9 de abril de 1821, nació Charles Baudelaire, uno de los poetas malditos. ¿Qué significaba ser maldito? Renegar del éxito y del fracaso, de la actividad y del aburrimiento; amar la contradicción.
Para ser poeta hay que pagar el precio de la maldición. La poesía es creación, y se opone frontalmente a lo convencional. Y por ello mismo todo poeta ha de afrontar el estigma de los que disienten. Es, en cierto modo, un genio maldito, como lo fue Charles Baudelaire.
Sus poemas y escritos no están destinados a quienes viven y piensan de modo prosaico y prejuicioso. En el comienzo de Las flores del mal leemos: “¡Es el Diablo quien empuña los hilos que nos mueven!”. Y dedica el poemario al “hipócrita lector, mi semejante, ¡mi hermano!”.
‘Las soledades profundas’
Su vida estuvo marcada por la soledad, a la sombra de la austera rigidez de su madre y su padrastro, el coronel Aupick. Sentía el desamparo y el aislamiento como destino.
Vivió ajeno a la sociedad, en sus márgenes, pero paradójicamente ansiaba integrarse en las multitudes: “Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio del ajetreo de la turba”. Así lo describía el escritor Jean Paul Sartre:
“Aquel solitario tiene un miedo horrible a la soledad, nunca sale sin compañía, aspira a un hogar, a una vida familiar. Aquel apologista del esfuerzo es un «abúlico” incapaz de someterse a un trabajo regular».
Su carácter contradictorio fue proverbial. Admiraba por igual la belleza y lo grotesco, lo inmundo refinado y lo vulgar, la moral más prosaica y el inconformismo más anárquico y detestado por el sentido común.