

Érase una vez un rey llamado Dionisio I El Viejo, soberano de Siracusa. En ese tiempo la ciudad era griega y la más importante de la gran isla de Sicilia.
Vivía en un suntuoso palacio en donde las riquezas abundaban, en especial por las obras de arte, el lujo, la exquisita y fina cocina, las bellas mujeres y el refinamiento de los cortesanos.
Contaba, además, con criados y esclavos solícitos a sus mínimos requerimientos. Había mucha gente que lo envidiaba por el poder que ostentaba y por su incalculable fortuna.
Uno de ellos era Damocles, un cortesano que se dedicaba a la intriga, al ocio, y en especial a envidiar a su rey, uno de sus mejores amigos.
-¡Qué afortunado eres; cuentas con todo lo que un ser humano puede aspirar! Dudo que exista alguien más feliz que tú-, solía repetirle.
Dionisio, quien adolecía de muchos defectos, sí odiaba la envidia y estaba aburrido de oír día a día las aparentes adulaciones, que eran una expresión velada de resquemor.
-¿En verdad, Damocles, crees que soy más feliz que los demás?
Damocles, que pensaba que la felicidad consistía en el tener y en el poder, le respondió:
-Sí, en verdad creo que eres no solo el más feliz de nosotros, sino el más feliz del mundo.
Si te gusta tanto esto, ¿por qué no cambiamos de lugar por un día?
-Solo en sueños lo había pensado, mi rey. Sí, me encantaría disfrutar de tus placeres y riquezas aunque sea sólo por un día y al igual que tú, no tener ninguna preocupación.
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