Cristo Rey. Pero ¿para qué sirve un rey? En nuestras democracias contemporáneas, los reyes representan la continuidad con la tradición, la unidad de los distintos elementos que constituyen un pueblo o una nación. En la época de los absolutismos, de un rey se esperaba que gobernara en beneficio de su pueblo, y que la cleptocracia que se da en todo gobierno no se notara demasiado. Siempre me han gustado los textos bíblicos que narran el castigo del rey David, porque se había atrevido a hacer el censo del pueblo de Dios como si fuese suyo; y la oración del Rey Solomon: “Enséñame a escuchar para que sepa gobernar a tu pueblo; si no, ¿quién podrá gobernar a este pueblo tuyo tan grande?” (1R 3.9). Proclamamos que Jesús, como «Alfa y Omega», es quien le da sentido a nuestro universo en el camino hacia su renovación. Pero, al comenzar este tercer milenio, ¿qué podemos esperar de Jesús como Cristo Rey? ¿Cómo puede inspirarnos? ¿Cómo puede ayudarnos?
Este año litúrgico (“Año A”) nos propone para este domingo el episodio muy conocido y comentado del juicio del rey en el evangelio de Mateo: “Venid, benditos de mi padre, heredad el Reino. Porque tuve hambre, y me disteis de comer, fui extranjero y me recogisteis…” “Os lo aseguro: cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo”. Según Mateo, Jesús, el Rey, se identifica con los pobres, los extranjeros, los presos… Y al hacerlo, nos invita a compartir sus problemas y sufrimientos; a darles nuestro tiempo y nuestro pan. En Túnez utilizaba a menudo este texto en funerales en los que la mayoría de los asistentes eran musulmanes que venían a despedirse de un amigo o una mujer europea de su familia. “Jesús no nos pedirá”, – solía ser mi comentario-, “en que mezquita hicimos la oración o a qué comunidad religiosa pertenecíamos. Pero os invito a que pueda decirnos: «Venid, benditos de mi padre, heredad el Reino. Porque tuve hambre, y me disteis de comer, fui extranjero y me recogisteis…´´”. También añadía algunas veces la frase de Vicente de Paul a una hija de la caridad: «Es por tu amor, por tu amor solo, que los pobres te perdonarán el pan que les das”.
Esta vez, meditando el evangelio de ese domingo he sentido sobre todo que el Rey nos invitaba a reconocer y asumir (y actuar en consecuencia) la grandeza y la dignidad de nuestros hermanos y hermanas, los humanos con los que él mismo se identifica. No habría ni pobres ni hambrientos ni gente aislada… si hubiéramos reconocido con todas sus consecuencias su dignidad y su grandeza. ¡Por supuesto que con nuestro comportamiento! Santiago lo expresa con mucha claridad: “Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: «Idos en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?”. Juan es incisivo: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.”
De hecho, creer, –o no creer–, en “Dios” no nos causa en verdad ningún problema. Mientras que creer en la dignidad y en la grandeza de mi vecino, del pobre que encuentro en la calle, del enemigo que me insulta… ¡eso sí que nos cuestiona! Especialmente en nuestro mundo contemporáneo que no parece que se diferencie mucho del mundo animal del que procedemos, y en el que demasiado a menudo sólo el más fuerte tiene derecho a comer, reproducirse y a mandar en el grupo.
Por supuesto, escribo estas líneas para los discípulos de Jesús, entre los que me incluyo. Y ese Jesús, nuestro Jesús, Cristo Rey, se identifica completamente con todos los humanos, hermanas y hermanos nuestros. Es su manera de gobernarnos y de conducir nuestro mundo hacia su perfección. No actúa como un dictador ilustrado, sino como un hermano pionero. Y tiene el poder de compartir con nosotros su Espíritu, y de hacer posibles nuestros sueños humanos que parecen irrealizables. Nos invita a que creamos en ellos y comencemos a realizarlos. Aquí, ahora mismo.
Ramón Echeverría, mafr