Fotograma de ‘Lost in Translation’. Filmaffinity
Caminar sin ningún objetivo fijo, por el placer de caminar, es una costumbre urbana que, con el ritmo actual, está en desuso. Deberíamos recuperarla.
Hay un aumento de producción ensayística, tanto académica como divulgativa, sobre la cuestión de la ciudad en la actualidad; más concretamente, sobre la pérdida del paseo urbano.
Desde el Wanderlust de Rebecca Solnit o el Walkscapes de Francesco Careri se reivindica aquella agencia que los franceses denominarían flânerie, un término de difícil traducción y que aludiría a la errancia ociosa por las calles de una gran ciudad.
Más tarde, urbanistas como Jane Jacobs alertarán de su progresivo fin debido a reformas que, en virtud del orden y el racionalismo, condenan la vitalidad y riqueza plural de la urbe. Ciudades como L.A. ya no son “paseables”. Pero como ya veía Juan Costa en el s. XVI, la ciudad física, la urbs, no es nada sin sus ciudadanos, la civitas.
El confinamiento es el ejemplo más extremo, pero debido al sistema socioeconómico en el que, quiérase o no, estamos insertos, basado en un cada vez más exigente ritmo productivo, se pierde el sentido de salir a la calle porque sí, sin perseguir una finalidad utilitarista, algo que ya constató Georg Simmel. Las autopistas son la conclusión de este proceso de evitación de ese enjambre que es la ciudad, como analiza el antropólogo Marc Augé. También la falaz idealización del campo –y su vaciamiento, pero ese es otro tema– y ese deseo de la clase media-alta de, tras largos sacrificios, irse a vivir al ansiado chalet alejado del mundanal ruido.