Como, por definición, la excepción es justamente aquello que escapa a la norma (hasta el punto que decimos coloquialmente que la rareza de su presencia es “lo que confirma la regla”…), dada la originalidad, la exigencia provocadora, y el continuo y constante desafío de la vida y palabra de Jesús, constatando lo que tiene de paradójico y polémico, no podemos dudar en afirmar que “la norma cristiana”, el evangelio como programa y referencia o baremo de nuestra vida, es algo excepcional…
Parece evidente e indudable (aunque no debiera serlo tanto), que nuestra legislación y el sistema jurídico-penal que rige nuestro comportamiento individual y colectivo como sociedad más o menos civilizada, no puede estar fundamentado en la confianza en el prójimo, en el perdón y en la benevolencia; y por eso nuestros códigos y nuestra administración de Justicia van acompañados siempre ineludiblemente de sanciones, penas y condenas, declaración de culpables y castigos.
No es menos cierto que en ese entramado de leyes y normas bajo el que nos regimos y al que sometemos nuestro comportamiento y nuestras relaciones humanas como ciudadanos y personas libres, hemos progresado poco a poco en humanidad, y que nunca han dejado de promulgarse y promocionarse también, puntualmente, medidas de gracia y de clemencia, mostrándonos proclives en ocasiones a la piedad, y promocionando a lo largo de la historia medidas menos vengativas y punitivas, y cada vez más benignas y humanas; e incluso desde siempre han existido esas “medidas de gracia”: amnistías e indultos, ejercidos de modo excepcional en circunstancias concretas. Pero tal cosa ha existido siempre de un modo restringido: como excepción. La norma es otra, y no puede basarse en la confianza y la bondad, porque eso lo consideraríamos una ingenuidad “culpable” y una irresponsabilidad.
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