Cuando uno mira a Jesús con los ojos fijos y pendientes de él, expectante ante las palabras que puedan salir de su boca, es porque adivina que esas palabras que está a punto de pronunciar no pueden dejarle indiferente. En esos instantes de espera tensa e ilusionada le estamos anticipando a Jesús una conformidad y una esperanza no fundadas en su curriculum o en su proezas, sino en su sorprendente e iluminadora forma de vivir, cuyo fundamento se hunde en lo inconcebible y cuyas consecuencias rebosan en lo sorprendente e infinito.
El deseo irreprimible de escucharlo forzosamente ha de suponer en nosotros docilidad, confianza absoluta y voluntad de seguimiento. No puede haber en él sombra de simple curiosidad o de mera “información”. Hay mucho más en juego. Se palpa algo sólo definible como culminante y grávido de sentido profundo, de vida en perspectiva de futuro.
Todo ello, en consecuencia, implica estar abierto a lo aún desconocido, olvidar nuestros prejuicios, especialmente los que creemos más devotos y piadosos, los que más conscientemente tenemos por “religiosos”; relegar al pasado nuestras creencias más sinceras y más sagradas, hasta ahora inamovibles como signo y compromiso de fidelidad y pertenencia; y ello precisamente, porque nos mueve esa extraña intuición de haber percibido la trascendental novedad de su persona, con su pretensión de definitividad y cumplimiento más allá de lo sospechado y anhelado en las antiguas promesas propiamente divinas: Hoy, con él, se cumple, llega a plenitud, lo anunciado por los profetas, lo pretendido por Dios con su creación…
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