Isaías 61,1-2a.10-11 — 1 Tesalonicenses 5,16-24 — Juan 1,6-8.19-28
En dos domingos de este tiempo de Adviento, se nos pide que nos dejemos inspirar por la figura de Juan el Bautista. ¿Acaso porque es inclasificable? Figura al mismo tiempo del Antiguo y del Nuevo Testamento, Juan encarna la transición entre ambos, con el riesgo de ser mal interpretado por los unos como por los otros. Según el evangelio de Juan, Juan el Bautista empujó a sus propios discípulos hacia Jesús. Pero un incidente en el capítulo 19 del libro de los Hechos de los Apóstoles revela que algunos años tras la muerte de Jesús, algunos judíos contactados por Pablo sólo reconocían el bautismo de Juan. Desconocían otra cosa. Incluso se tiene la impresión, leyendo el Nuevo Testamento, de que existió cierta desconfianza entre los discípulos de Juan y esos seguidores de Jesús que más tarde serían llamados “cristianos”. Entonces, ya que en la historia de nuestra comunidad cristiana somos hoy, al menos en Europa, una generación de transición entre un tipo de iglesia que desaparece y otro que se vislumbra en el horizonte, podríamos proclamar a Juan Bautista “santo patrono” de esta nuestra transición.
Como perteneciente al Antiguo Testamento, Juan Bautista evoca la figura del «profeta» Amos. Escribo «profeta» entre comillas porque en realidad a Amos no le gustaba que le dieran ese título. Luchó contra la corrupción y la injusticia, –otro paralelismo más con el Bautista–, pero a las autoridades que querían que se fuera a «profetizar» a otra parte Amos respondió: “Yo no soy profeta ni hijo de profeta, yo soy vaquero. Pero Yahveh me tomó de detrás del rebaño, y Yahveh me dijo: «Ve y profetiza a mi pueblo Israel.” “¿Eres tú el profeta?”, preguntan a Juan Bautista los enviados de Jerusalén. “Y él respondió: No”. Uno no escoge ser profeta. “La iglesia necesita profetas”, se escucha a menudo estos días. Y es cierto que los necesita. Pero tan sólo quieren que se les considere profetas, aquellos que se sienten demasiado seguros de sí mismos. Se auto-envían. Y lo que proclaman es en gran parte su propia ideología. Sucede en política y en el mundo de la cultura, pero también en la comunidad cristiana. Por supuesto, debemos rogarle al Señor que envíe profetas. Realmente el mundo los necesita. Pero primero tenemos que confesarle humildemente que no nos gustaría estar entre los elegidos… Y que si él nos envía, también le tocará a él hacer lo más duro del trabajo. Comenzando en nuestro intelecto y en nuestro corazón.
Es precisamente ahí donde Juan Bautista es nuestro modelo. No predica su propia ideología, reanuda el discurso de los profetas que lo han precedido, tales como Amos y el poeta del exilio. Sobre todo, confiesa humildemente “Yo bautizo en agua. Pero entre vosotros está uno que viene detrás de mí; y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia”. De ahí la pregunta que me hago a menudo. Y también se la hago a mis hermanos sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a los miembros de esos nuevos movimientos que quieren llevar la Buena Noticia a nuestro mundo y construir un mundo más justo y humano. ¿Estoy suficientemente, visceralmente convencido de que es sólo “el que viene detrás de mí” y nos precede en el corazón de los hombres, él, Jesús de Nazaret, el Cristo, quien tiene poder para llevar a cabo la revolución que el mundo necesita? ¿Y de que nuestros esfuerzos, nuestro discurso, nuestro ejemplo a menudo tan mediocre, son tan sólo un “bautismo en el agua”, una voz en el desierto que invita a las gentes para que sean ellos mismos quienes allanen el camino al Señor?
Lo cual es ya enorme. Y lo que dijo Jesús en el evangelio de Mateo sobre Juan Bautista puede también aplicarse a nosotros si nos dejamos inspirar por él: “¿Qué salisteis a contemplar? ¿Un Profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que prepare el camino ante ti´´”.
Ramón Echeverría, mafr