Isaías 40,1-5.9-11 — 2Pedro 3,8-14 — Marcos 1,1-8
“Señor, tú me has seducido, y yo me he dejado seducir”, dice Jeremías. Meditando acerca de la vocación de Juan el Bautista ––que también es la nuestra––, tal como la presentan los evangelios y la liturgia de este tiempo de Adviento, pienso a menudo en el diálogo de Jeremías con Dios. Lo queramos o no, Dios viene hacia nosotros. Y también hacia todos nuestros semejantes. Y quiere que le preparemos el camino. Cuando se trata de ese Nuevo Mundo en el que todos soñamos, sólo Dios puede tener la iniciativa. Pero él quiere que seamos socios suyos. Él nos seduce. A nosotros nos toca dejarnos seducir. Desde ahora nos da esa paz y alegría interior que hacen que seamos, ––a pesar de todo, a pesar de todos… a veces a pesar de nosotros mismos––, optimistas y llenos de esperanza acerca del futuro de nuestra humanidad. Incluso en estos tiempos que corren. Esa es nuestra vocación, que tenemos que asumir para que nos guie en nuestra vida cotidiana…
Además de eso, la vocación de Juan Bautista me ha cuestionado esta semana doblemente. “Preparadle el camino”, en el texto de Marcos. “Que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece…”, en el texto del poeta anónimo de la primera lectura, que tanto ha inspirado a nuestros evangelios. Pero, ¿de qué valles, montañas y colinas se trata? Sobre todo porque no hay duda de que es mi propio corazón donde tiene que comenzar ese trabajo. Coincidencia, esta misma semana ha caído entre mis manos un ensayo en castellano, “Aporofobia, el rechazo del pobre”. Más que al “pobre”, el término griego «aporos» se refiere a quien por su situación, de pobreza material u otra, se encuentra en punto muerto, en un callejón sin salida. Y ciertamente, su aislamiento social contribuye sobremanera a su desesperación. Y viene enseguida la pregunta: ¿Estoy dispuesto a encontrarme con él, a escucharle, a destruir esa colina, esa barrera invisible que nos separa? Mi fe cristiana me dice que la chispa de Dios habita en el «pobres», en todo pobre, cualquiera que sea su pobreza. ¿Cuál debe ser la calidad de mi escucha, para que al encontrase conmigo consiga él observar en su propio interior, y también asumirla, esa Esperanza que a pesar de todo quiere mantenerlo en vida?
La calidad de mi escucha. No se trata de escuchar para que a mi vez me escuchen, o para que sigan mejor mis consejos, o para que yo pueda de alguna manera tener una cierta influencia sobre el otro. “Detrás de mi viene el que puede más que yo”, se explica Juan Bautista. Sólo es Jesús quien nos precede en el espacio, en tiempo y en los corazones de los hombres. Y por eso Juan no predica para que se hable de él. No tiene ningún interés en salir en la foto. Los antiguos de La Marsa ya han escuchado sin duda la anécdota que me ocurrió cuando estaba en el seminario de Kahangala, al sur del lago Victoria, en Tanzania. Me había parado en una gasolinera, el único europeo en los parajes. Un señor de una cierta edad, enjvalentonado por la cerveza, se me acerco: “¿Eres un sacerdote?”, me pregunto. “¿De los que predican a Jesucristo?” “Así es”, asentí sin saber a dónde quería llevarme. “Pura mentira («uongo mtupu´´)”, fue su réplica, “ya que vosotros predicáis sólo para gloria de los europeos («wazungu´´)”. Y no se equivocaba del todo, puesto que en el África subsahariana los misioneros hemos sido también, a veces de manera inconsciente, instrumentos de colonización cultural.
En los años 70′ una cantante Argentina, Nacha Guevara, popularizó “Las damas de beneficencia”, una crítica ácida y mordaz de quienes hacen “la caridad” para poder vanagloriarse. Siempre me ha gustado esa canción. Pero esta semana me he acordado de la palabra de Jesús a quienes acusaban a la mujer sorprendida en adulterio: “El que esté sin pecado que le tire la primera piedra”.
Jesús viene. Para cada persona. En cada momento. En este tiempo de Adviento, le pido que me ayude para que sea él, no yo, a quien las personas reciben.
Ramón Echeverría, mafr