EL SIGNO INAUGURAL: COLMAR DE ALEGRÍA (Jn 2, 1-12)
Explícitamente presenta el evangelio de Juan el “milagro” de las bodas de Caná, con el agua convertida en vino, como “el primer signo” de la vida pública de Jesús, inaugurando con él la solemne ratificación de lo prometido en su llamada al discipulado (a Natanael, sorprendido, le había dicho: “Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera, ¿has creído? Has de ver cosas mayores que éstas…”): la manifestación de su gloria, atributo de su divinidad, y la perspectiva de eso que podemos llamar “escatología realizada” por su presencia entre nosotros, y por nuestra inclusión en un círculo de discípulos, que nos convierte ya en “hijos de Dios” y nos mantiene en comunión íntima con él y entre nosotros.
Es bien sabido que lo que nosotros llamamos “milagros”, y el evangelio de San Juan “signos”, son la manifestación palpable y eficaz (“sacramental”), no tanto del “poder supremo” como del desbordamiento de bondad, de cariño y de “espíritu divino” que implica la presencia y compañía del Verbo, encarnado temporalmente en la persona humana que es Jesús, y que nos es dado por él y permanece con nosotros en la medida en que lo conocemos, lo invocamos con fe, y lo actualizamos viviendo fraternalmente como comunidad de hermanos en Cristo que hace presente su bondad y su gozo, su misericordia y su perdón, convirtiéndose, como el propio Jesús, en lugar de encuentro con Dios, en “luz que luce en las tinieblas de este mundo”…
Los siete “signos” que, como huellas indelebles del paso del Cristo presenta Juan en su evangelio, van marcando algo así como un itinerario in crescendo en intensidad y “dramatismo”; hasta que el séptimo, el último, “el milagro de la resurrección de Lázaro”, sea el pórtico a la “glorificación” que es la cruz, como plenitud y culminación del amor salvador de Jesús, revelación ya definitiva e insuperable de su identidad divina.