Para que Dios irrumpa “personalmente” en la historia humana hay que romper las “tradiciones sagradas”. O, por decirlo con mayo precisión: la llegada de Dios en persona supone el vuelco de todos nuestros intentos de comprensión y la desautorización de todos nuestros esfuerzos y de todas nuestras “actividades cultuales y religiosas”. La vida (y la muerte) de Jesús son la evidencia y la palmaria muestra de ello. La cercanía de Dios en Jesús quiebra todo nuestro “imaginario religioso, sacrificial, y cultual”. Y lo hace de raíz: ya no más Templo, Sacerdocio ni Sacrificio, porque ha llegado Él…
Y en esa perspectiva, que nosotros vemos, comprendemos y asumimos a posteriori, no se trata sólo de que esas “Sagradas Tradiciones” estén contaminadas de nuestros torpes e improcedentes modos de imaginar el misterio divino, siempre presos como estamos de nuestras provisionales ideas y cosmovisiones, de interpretaciones interesadas o no, pero siempre cautivas de nuestras limitadas perspectivas, del influjo de nuestra geografía e historia y del colectivo humano en el que se desarrolla y crece nuestra persona; más allá de todas las inevitables unilateralidades, la quiebra se produce en los fundamentos supuestamente inconmovibles, cuyo cumplimiento y práctica significaban, según la “Santa Tradición” establecida, la fidelidad a y el mantenimiento de la misma Alianza, es decir, la propia Revelación divina.