

Afirmar y celebrar la trascendencia de Dios es tanto como olvidar y enterrar nuestras pretensiones de conocimiento y sabiduría, y claudicar humildemente ante el misterio. Es renunciar sin miedo ni complejos a ser nosotros “Dios”, y confesar nuestra deficiencia radical y nuestra insuficiencia con honradez y reconociendo sencillamente dónde están nuestros límites; pero, eso sí, sin renegar un ápice del horizonte de nuestra esperanza ni ceder lo más mínimo ante la experiencia genuinamente humana del amor y la bondad, por incomprensibles y “poco provechosos” o “ilógicas” que nos parezcan.
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