Las mujeres se empujan unas a otras para cobijarse a la sombra de un amarillento árbol de mirra. Cerca se ha instalado una clínica móvil para atender a los refugiados climáticos de este asentamiento de desplazados internos cercano a la aldea de Luglow. Juhara Ali, embarazada de cinco meses, lleva dos niños a la espalda. Mientras se quita el paño amarillo en el que transporta a su hija mayor, Ubah, médicos y enfermeras siguen ocupados con listas de nombres, medicamentos y las cintas métricas de colores que utilizan para medir la desnutrición de los pequeños.
Cuando Ali saca a su niña, el tumulto inicial se desvanece. Al verla, otras madres se apartan horrorizadas. Los sanitarios de la clínica móvil también la miran y se ponen en acción al momento; madre e hija son conducidas a una silla de plástico para poder examinar a la pequeña de inmediato.
Ubah, de cuatro años, está extremadamente demacrada por la desnutrición y apenas puede mover sus delgadas extremidades. Su brazo apenas es más grueso que el pulgar materno. “Mi hija tiene una discapacidad”, explica Ali con desánimo mientras los médicos la examinan. “Está parcialmente paralizada y nunca ha podido andar”. Ali ha experimentado la sequía y el hambre antes. “Yo estoy acostumbrada, pero mi hija no”, dice. Está enferma y necesita medicación urgente.
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