Éxodo 34, 4b-6.8-9 — 2 Corintios 13, 11-13 — Juan 3, 16-18
Domingo de la Trinidad, que yo a gusto llamaría “Domingo de los artistas cristianos”, ya que sólo un corazón de artista puede atreverse a hablar de la Trinidad.
Esta mañana un amigo sacerdote comentaba sobre el vocabulario del prefacio que había recitado durante la Misa. “Lleno de herejías”, decía, refiriéndose a su vocabulario pictórico, por ejemplo a Jesús “sentado” (¿por qué no «de pie»?) a la “derecha” (¿por qué no a la “izquierda”?) del “Padre” (¿por qué no de la “Madre”)… Me pregunto cuál sería su comentario a los textos de hoy, llenos de antropomorfismos que ninguna comisión teológica habría aceptado si hubiera seguido criterios puramente racionales: Dios que camina entre nosotros en la primera lectura; Dios que es al parecer diferente de Jesucristo y del Espíritu Santo en la segunda lectura; Dios que entrega a su Hijo en el evangelio según San Juan.
Parece indudable que si tuviéramos que suprimir las imágenes y los antropomorfismos, eliminaríamos las tres cuartas partes de la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento. No sólo, sino que sin imágenes y sin antropomorfismos seríamos incapaces de hablar de lo que realmente nos importa: nuestro amores (y nuestros odios), nuestras relaciones, nuestros ideales de justicia y paz. Cuanto más importante y profunda es nuestra vivencia, más necesitamos para hablar de ella imágenes, poesía, música, símbolos… expresiones artísticas. Ciertamente que podemos razonar sobre Dios (dejaríamos de ser humanos si no lo hiciéramos)… pero a condición de que no nos lo tomemos demasiado en serio. A condición sobre todo de que nuestras palabras, gestos e imágenes intenten expresar lo indecible: nuestra experiencia personal del amor de Dios hacia cada uno de nosotros y hacia todos nuestros hermanos humanos.
Y si es así, entonces nos daremos cuenta de que los textos bíblicos de este día son realmente preciosos. No hablan de «hipóstasis», «tres personas» o » procesiones intra-trinitarias”. No utilizan esos términos arcanos que dieron lugar en la Iglesia a tantas discusiones teológicas, acompañadas a veces por guerras fratricidas. El evangelio nos dice sencillamente que Dios envió a su Hijo “no para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por él”. Esa convicción, ese “principio y fundamento” en el vocabulario ignaciano, — convicción que es una vivencia para cada uno de nosotros–, es la base de nuestra esperanza y optimismo cristianos. Nos permite observar al mundo con realismo sin caer en fatalismos, y trabajar en él con entusiasmo sin necesidad de ideologías.
También en comunión con Jesús que vino a salvar al mundo, podremos admirar la acción de Dios en la Creación y en la Historia; aceptar su presencia, siempre activa, en las diferentes tradiciones culturales y religiosas del mundo, comenzando con la de los antepasados de Jesús: “Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros”, dice Moisés a Dios.
Y por último, la fórmula con la cual Pablo se despide de los cristianos de Corinto. Como buen judío Pablo se siente reciamente monoteísta: ¡Dios es Dios! Sin embargo, en Jesús de Nazaret él ha encontrado a Dios. Es una vivencia a la que no puede renunciar. Y siente que el Espíritu de Jesús vive en él, para hacer de él, el fariseo perseguidor de los discípulos, el gran apóstol de los Gentiles. Y de ahí esa maravillosa fórmula “trinitaria”, no muy lógica, pero que nosotros podemos repetir con él: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con vosotros”.
Ramón Echeverría, mafr