Dice Michael Tshibangu-Kimuni, un joven de 27 años, que tiene 16 hermanos. Los que nacieron en Kinshasa, como él, y comparten su misma sangre, y los de su otra familia, esa que lo acogió en Dzaleka, un campo de refugiados situado en Dowa, a unos 40 kilómetros de Lilongüe, la capital de Malaui, cuando él se vio obligado a huir de su hogar. “Dejé mi país por la inseguridad. Temía por mi vida. Mi padre trabajaba para una organización y fuimos atacados por unos soldados. Entraron en mi casa, lo arrestaron e incendiaron mi hogar. Yo logré escapar”, recuerda. Fue el inicio de su nueva vida, una alejada de todo lo que había conocido hasta ese momento. Era 2017 y Tshibangu-Kimuni abrazaba su nueva condición. La de apátrida. La de no sentirse de ningún lugar.
Los continuos conflictos y brotes de inestabilidad de la República Democrática del Congo, país de donde Tshibangu-Kimuni es originario (nació y vivió los primeros años de su vida en Kinshasa, su capital), han dado como resultado una nación sumida en la pobreza y con cientos de miles de hombres, mujeres y niños lejos de sus casas. Algo más de 77% de su población debe vivir con menos de 1,9 euros al día, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Además, la Agencia de la ONU para los refugiados (Acnur) estima que, solo entre 2017 y 2019, cinco millones de personas se vieron desplazadas y que, hasta esa misma fecha, había 880.000 refugiados y solicitantes de asilo congoleños en otros estados africanos.