“África te cambia la vida. Me quedaría aquí. No puedo volver a ser el mismo”, dices mientras tomas el avión de regreso a casa tras un mes de voluntariado en el continente que has recorrido más que la mayoría de sus habitantes en toda la vida. Dos realidades que deberían ser una, pero no lo son: una cosa es vivir en la pobreza y otra experimentar ciertas carencias cuando se va de visita.
Vivir sin electricidad (pero bajo la luz de la linterna de tu iPhone) o comer arroz a diario te puede gustar y parecer “exótico” un tiempo limitado. Tu mente está contando los días para regresar, siendo plenamente consciente de que existe una vía de escape, sabiendo que, cuando te canses, puedes tomar un avión de vuelta y regresar a tu zona de confort. Y en ese momento del regreso es cuando sucede la bien conocida idealización de la pobreza.
Llega el calor, se acerca el verano y empieza la temporada alta de turismo, voluntariado y también voluntarismo. Un año más, nuestros buzones de correo se colapsan de mensajes de personas con buenas intenciones que quieren ayudar “en lo que haga falta”, porque “siempre he querido ayudar”, y con un corazón sin cabeza “ya he empezado a recoger todo tipo de medicamentos”.
Cuando veo el trabajo de muchas ONG en África me pregunto, ¿Dónde están los médicos negros?