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Pentecostés A

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Hechos de los Apóstoles 2, 1-11   —   1 Corintios 12, 3b-7. 12-13   —   Juan 20, 19-23

 

“Estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos”. Para gente que tenía miedo de mostrarse en público, Jesús se va dejándoles un regalo envenenado. Les manda salir, los envía fuera., y les pide hacerse cargo, responsabilizarse de los humanos, sus hermanos, que acarrean el peso de sus pecados: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados”.

No es difícil encontrar en un texto bíblico aquello que ya hemos decidido de antemano. Acerca del evangelio de este día, he encontrado algunos comentarios que insisten en el “poder” de perdonar los pecados que Jesús dio a obispos y sacerdotes. Dividen así a los cristianos en dos categorías: los que tienen el “poder” y los que lo padecen. Cristianos de primera, y cristianos de segunda. Y además, los que tienen el “poder”… ¡tienen el derecho de no perdonar! ¡Nada que ver con el evangelio de hoy!

De hecho si hay un punto en que el Evangelio de Juan insiste es la voluntad de Jesús de ir en busca de la oveja perdida para ponerla sobre sus hombros, aunque haga falta olvidarse de las otras noventa y nueve. Jesús se presenta como el pastor dispuesto a dar su vida por las ovejas. Y eso es lo que significa «perdonar» según Jesús.

Hay sin duda una cuestión de “poder” tanto en el perdón de los otros como en el de uno mismo. En el evangelio según San Marcos los fariseos protestaban al ver que Jesús perdonaba los pecados. Y tenían razón cuando decían que sólo Dios puede perdonar. Pero no comprendían que en Jesús, «Emmanuel», “Dios-con-nosotros”, nos encontramos con Dios. Es Dios quien perdona. Ese Dios que el Evangelio de Lucas presenta como un padre que sale de casa con la esperanza de ver al hijo que se había ido a dilapidar su herencia. Más de una vez me he conmovido al celebrar el Sacramento de la Reconciliación. ¿Quién soy yo para perdonar? Y todavía si se tratara del mal que otros me han hecho a mí… Pero ¿quién soy yo para perdonar el mal hecho a otras personas? Y ¿por qué mi orgullo me impide tantas veces mirarme a mí mismo con los ojos misericordiosos de Dios? Es Dios quien perdona, Dios es el que de antemano quiere perdonar.

Y he aquí Jesús se dirige a los discípulos. Ellos están ahí representando a la comunidad que está naciendo. Y Jesús les dice, –nos dice: “Yo os envío” “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados”.

Acabo de leer un libro sobre las rupturas, atentados y asesinatos que han tenido lugar en el país Vasco. Uno de los personajes, una viuda cuyo marido fue asesinado, y que perdió la fe como consecuencia, querría perdonar. Y para ello está esperando un gesto de uno de los asesinos en la cárcel. Dios, Padre de Jesús y Padre nuestro, va todavía más lejos. Nos perdona por adelantado para que nosotros podamos pedir perdón. Y Jesús nos pide actuar en el mundo para que triunfe ese perdón de Dios. Juan Paul II había dicho que nunca habrá justicia si no hay perdón. Abouna Maroun, obispo palestino jubilado, me hizo escuchar ayer las palabras de una mujer egipcia copta que pedía a Dios que perdonara a los yihadistas que están asesinando estos días a los coptos… Para poder comprenderlo y para poder perdonar nos hace falta que Jesús haya compartido con nosotros su Espíritu. Pero ¿queremos realmente recibirlo?

Ramón Echeverría, mafr


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