La relación entre “el Buen Pastor” y el sacerdocio levítico oficial, representado culminantemente en “el Sumo Sacerdote”, es de oposición. Es justamente el sacerdocio oficial quien condena a muerte al pastor “que conoce a sus ovejas” y que “da la vida por ellas”…
No hay, pues, en apariencia, conciliación posible entre la mentalidad y la teología que parte de los esquemas sacrificiales-sacerdotales y la que se funda en Jesús como “revelador” de la voluntad de Dios, poseedor del Espíritu Santo en plenitud y transmisor y único mediador de salvación y del derramamiento del Espíritu Santo sobre la humanidad.
Un pastor bueno, Hermano mayor de sus hermanos, Cabeza de su cuerpo total, Maestro de una comunidad de discípulos, en la que permanece y a la que alienta con su presencia resucitada y sigue iluminando y conduciendo; no un sacerdote que reclama la ofrenda legal y presenta en exclusividad “el sacrificio exigido y ordenado” por una autoridad divina ajena y distante, terrorífica y amenazadora, que reclama sumisión y servilismo, y que ha sido colocado para ejercer su oficio “por encima” del resto de los fieles y de los humanos piadosos, elegido arbitrariamente por un Dios al que hay que temer y complacer, y dotado de un ribete de “sagrado e intocable” para la asamblea del pueblo fiel y los devotos.