Santiago Iñiguez de Onzoño, IE University/ 27 marzo 2023 21:28 CEST
¿Cómo repartir los recursos disponibles en la sociedad, cuáles deben ser los criterios para establecer impuestos, cómo reconocer y gratificar la aportación de los individuos al colectivo?
Son muchas las parábolas que se narran en los Evangelios. Hay dos en especial que nos interesan hoy: una de ellas genera suspicacia y extrañeza, y generaría rechazo si no fuera porque la cuenta el propio Jesucristo. La otra, en cambio, suele ser entendida y apoyada por la mayoría de la gente.
En la parábola de los viñadores, el dueño de un viñedo recluta a varios jornaleros a lo largo del día para que recojan la uva. A primera hora sale al pueblo y contrata a una cuadrilla, ofreciéndoles un denario; a medio día vuelve a salir, y así otras tres veces hasta ya entrada la tarde, contratando a diversos grupos en cada ocasión.
Al final del día el dueño paga a todos un denario. A los contratados a primera hora les parece injusto recibir la misma compensación que los otros pero el dueño responde que ha obrado justamente y que es libre de pagar lo que quiera a sus jornaleros, siempre que cumpla con lo acordado.
Esta parábola concede poca importancia a la idea de mérito y podría asociarse más bien con el comunitarismo. El episodio ejemplifica el ideal redistributivo de que, mientras la compensación sea razonable, se puede discriminar para alcanzar una comunidad más igualitaria, con independencia del esfuerzo individual. En un sentido análogo, por ejemplo, los impuestos progresivos también demandan contribuciones más altas de los que más ganan, aunque trabajen más duro.
Para consuelo de los conversos tardíos, la parábola también ha sido interpretada como una ilustración de que los que se arrepienten en el último momento también pueden alcanzar la vida eterna.
La parábola de los talentos cuenta cómo un empresario que tiene que ausentarse distribuye su dinero entre tres de sus trabajadores: al primero le da cinco talentos –la moneda al uso–, al segundo dos y al tercero uno. Al cabo del tiempo, el hombre regresa y pide cuentas a sus empleados. Los dos primeros han invertido y doblado las cantidades recibidas y el dueño les alaba como siervos buenos y fieles. Pero el tercero, temeroso de las exigencias de su señor, ha enterrado el talento por miedo a perderlo. El empresario arremete contra él, le acusa de malo y perezoso y le quita el talento. La parábola concluye con una enigmática frase:
“Al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”.
Esta narración parece reflejar el sentir liberal, el ideal de la meritocracia: se premia a las personas en función de su esfuerzo, sus capacidades, su dedicación y su ingenio, y se castiga a los que no han sabido aprovechar sus talentos. La base de la compensación es el mérito personal, entendido como las decisiones o acciones merecedoras de premio o de castigo.
El episodio se podría denominar más bien la parábola de los emprendedores, porque prima la asunción de riesgos, el espíritu empresarial y la búsqueda de crecimiento, frente al ahorro, la rutina y la inercia.
Curiosamente, la Iglesia católica también emplea la expresión siervo bueno y fiel para denominar a los beatificados.