Un teléfono móvil de vieja generación suena estridente junto a una tetera. Tengen lo coge y, sin pausas, hace dos preguntas: ¿Presión arterial? ¿Dilatación? Apunta las respuestas en un cuaderno de notas, se coloca el delantal rosa, guarda en su bolso un estetoscopio, la cinta métrica de tela, un cono de aluminio y sale de su casa caminando entre las arenosas y polvorientas calles del centro de Kiffa, al este de Mauritania, rumbo al hospital central. En la misma franja meridional, pero a 5.000 kilómetros al este, en Chad, Lakone espera debajo de un árbol de mango al jeep que la llevará por la carretera de esta parte del Sahel. Apenas entran las primeras luces del alba y el día se presta para recorrer tres centros sanitarios. Tengen y Lakone son enfermeras y matronas, y las dos rompieron con la tradición familiar para formarse y ejercer una profesión. Las dos, en algún momento de su juventud, soñaron con un futuro que transformaría el presente.
En estos dos países, las cifras de mortalidad materna infantil arrojan datos escalofriantes: en Chad, por cada 100.000 nacimientos mueren 860 mujeres; en Mauritania, son 582 las que pierden la vida por cada 100.000 alumbramientos —la media en la Unión Europea es de seis mujeres fallecidas—.
Bajo la institución del matrimonio, las niñas son forzadas a mantener relaciones sexuales con personas adultas, e inician la gestación sin ningún control y acompañamiento sanitario.