por Jose Ramón Lopez | Jul 6, 202
Mucho se ha hablado a lo largo de estos últimos cincuenta años del papel del laico en la Iglesia católica. El Concilio Vaticano II ha sido un espolón muy importante para entrar en esta reflexión y restituir al laico su lugar imprescindible en la actividad de la Iglesia. (Fue uno de los temas centrales del Concilio Vaticano II.)
Pero no es menos cierto que hay una pregunta que es el origen de todas las demás: ¿Quién es el laico? ¿Cuál es el modo de identificarlo, de definirlo? Muchos se esfuerzan por dar una respuesta, muchas de ellas diferentes y complementarias. Es más, incluso la respuesta viene a veces por lo que no es: el que no es sacerdote, el que no es religioso.
Vayamos al origen, quizás nos dé luz: el laico es un cristiano, un bautizado. Cualquier cristiano se define por ser seguidor de Cristo y su Buena Nueva, en este caso en sus ambientes, en su trabajo, en su círculo de amistades, en sus aficiones… Un seguidor de Cristo que tiene la doble misión de construir la Iglesia y de cristianizar el mundo.
Una conferencia impartida por el obispo auxiliar de Barcelona, Don Antoni Vadell, significó para mí una apertura a una dimensión nueva del laicado. D. Antoni habla de que aún hoy en la Iglesia las sillas son las que nos impiden desarrollar nuestra propia vocación: la silla del obispo, la silla del diácono, la silla del religioso, la silla del catequista, las sillas… Quitar las patas a las sillas para sentarnos todos en el mismo campo, a la misma altura, nos ayudará a acoger mejor y a evangelizar desde la fraternidad.
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