El portavoz del Programa Mundial de Alimentos (PMA) en Somalia, Petroc Wilton, relata por videoconferencia, con trágica gestualidad, lo que está ocurriendo en este país del Cuerno de África. Se echa hacia atrás, respira hondo y cuenta que ya no es raro encontrar a “niños con la piel estirada sobre las costillas”. Se sube las mangas de la camisa y añade gráficamente que a estos pequeños “se les nota, en los brazos y en las piernas, la forma de los huesos”. Wilton cifra en 300.000 los menores que –calcula la agencia de la ONU para la que trabaja– van a sufrir malnutrición severa este año. Con enfática urgencia, lamenta el “drástico recorte de fondos” que está limitando la asistencia del PMA: “Necesitamos 180 millones de euros ya, solo para alivio alimentario, para salvar vidas”.
En el panorama descrito por Wilton, la guerra de Ucrania apenas ha hecho acto de presencia. La crisis humanitaria en Somalia y países vecinos (Etiopía, Eritrea) es consecuencia directa de la peor sequía en varias décadas. Tres años sin apenas lluvia y un cuarto, el actual, con previsiones que no invitan a la esperanza. Desde hace demasiado tiempo, allí se recolectan cosechas paupérrimas. Muere ganado a mansalva. La escasez ha disparado los precios de los alimentos. Todo ello en una región muy pobre –incluso para los estándares subsaharianos– y exhausta por conflictos activos o latentes (Tigray, Al Shabab).
Si añadimos el factor Ucrania, tan volátil, la ecuación podría resultar en una catástrofe de magnitud incalculable. Desde la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO por sus siglas en inglés, también dependiente de la ONU), el economista senior Mario Zappacosta centra su preocupación en el Cuerno de África, al que añade Sudán y Sudán del Sur, países fronterizos con este gran saliente del este africano. Ambos arrastran, asimismo, una historia no cerrada de violencia e inestabilidad política.