Cualquier teléfono de los millones que existen en el mundo contiene varios gramos de cobalto, un mineral ferromagnético esencial para todo tipo de dispositivos electrónicos. Pero es especialmente notoria su presencia en las baterías ión-litio de vehículos eléctricos (VE): el Cybertruck de Tesla llevará entre 10 y 15 kilos de este metal.
Sin cobalto –un término latinizado del alemán kobalt– no habrá transición verde. Los mineros sajones medievales lo llamaron así por los kobolds (duendes, espíritus de la tierra) que, creían, lo tenían embrujado. Uno de sus radioisótopos (CO-60) es imprescindible en quimioterapias contra el cáncer.
En 2030, solo la industria del automóvil necesitará tanto cobalto como el que se extrajo en total en 2017. Según la Agencia Internacional de la Energía, un coche eléctrico medio necesita seis veces más metales que uno convencional. Si se cumplieran las metas del Acuerdo de París, la demanda de cobalto se duplicaría –o cuadruplicaría– en los próximos 20 años.
El US Geological Service calcula que las reservas probadas de cobalto –es decir, las que se pueden extraer con la tecnología existente– rondan las 7,6 millones de toneladas métricas. En la corteza terrestre y los lechos marinos podría haber 145 millones toneladas más. La cuestión, según Seaver Wang, director de un reciente estudio de la UCLA y el MIT sobre las reservas de minerales estratégicos, es si se pueden extraer y procesar de modo sostenible, algo que aun está por verse.
Cobalto de sangre
En Red cobalt (2023), Siddhart Karan describe las condiciones extremas –y atroces– en las que se extrae el cobalto en la República Democrática del Congo (RDC), que concentra las dos terceras partes de las reservas y el 75% de la producción del metal, manchado por la sangre de los congoleños.
La RDC es un país marcado por siglos de esclavitud y colonialismo. Leopoldo II, rey de los belgas, convirtió un territorio 80 veces más grande que Bélgica en su propiedad personal para explotar sus ingentes riquezas: marfil, caucho, diamantes… Según escribe Adam Hochschild en King Leopold’s ghost (1999), entre 1885 y 1908 los asesinatos en masa del régimen colonial se cobraron entre cinco y 10 millones de vidas. Las manos cercenadas se volvieron tan comunes que capataces y negreros las usaban como moneda.
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