El destino de la democracia es curioso, ya que esta solo ha existido al margen de la historia. Sin embargo, existe una concepción errónea de que el discurso dominante sirve de criterio para separar el trigo de la paja: regímenes buenos por un lado y regímenes malos por el otro.
El hecho de que los gobiernos actuales se atribuyan esta cualidad provoca risa, puesto que la distancia entre el ideal proclamado y la realidad es demasiado grande. Aunque se concedan espacios de deliberación, nunca son el lugar donde se ejerce el poder político: ni la aprobación de leyes ni su aplicación forman parte de los procedimientos democráticos. En realidad, lo que llamamos democracia consiste principalmente en convocar a los votantes para nombrar representantes o líderes.
Promovido por los liberales del siglo XIX, el gobierno representativo no es una democracia. No solo no se parece a ella, sino que fue diseñado para excluirla. Desde Montesquieu hasta Benjamin Constant, pasando por los pensadores del 89, nada es más antidemocrático que el liberalismo político clásico. Su horrorizado rechazo a la democracia equivale a un rechazo a la soberanía popular. No solo el pueblo no es apto para gobernar, sino que no puede hacer o ratificar leyes. Justificado por la teoría liberal, el régimen representativo establecido por la burguesía es una oligarquía y no una democracia. Solo el gobierno de unos pocos, de esa élite ilustrada tan querida por Montesquieu, garantiza el orden social: así es la doctrina.
El liberalismo europeo es tan poco democrático que ha hecho buenas migas con la esclavitud a gran escala, especialmente en Estados Unidos. Ídolo de los liberales, «[Alexis de] Tocqueville celebraba como lugar de libertad uno de los raros países [Estados Unidos] del Nuevo Mundo donde reinaba y prosperaba la esclavitud como mercancía sobre una base racial. En la época del viaje del liberal francés, el presidente era [Andrew] Jackson, propietario de esclavos y protagonista de una política de deportación y exterminio de los pieles rojas», recuerda Domenico Losurdo en su excelente obra Contrahistoria del Liberalismo. Midamos ahora la brecha abismal entre las dos revoluciones de finales del siglo XVIII: horror absoluto para Jefferson, puesto que el sufragio universal sin distinción de raza es la esencia misma de la república, tan apreciada por Robespierre. Y, si está en el núcleo de la ideología republicana inspirada en los ideales de Rousseau, es totalmente ajena al liberalismo.
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