

MATEO GONZÁLEZ ALONSO (VIDA NUEVA)
¿Cómo lega un joven valenciano a profesar en los Padres Blancos?
Nací en Gandía, al sur de Valencia. Soy el menor de cuatro hermanos. A los 13 años, mi familia se mudó a la capital de la provincia. Asistí a colegios jesuitas tanto en Gandía como en Valencia. La educación en la fe y la preparación para los sacramentos se realizaron principalmente en el colegio, más que en la parroquia. Mi vocación, imagino que como la de muchos otros, fue un proceso gradual. Recuerdo que, de pequeño, me fascinaba escuchar las historias de los misioneros jesuitas. Con el paso de los años, me he dado cuenta de que tanto la preparación para la confirmación como las clases de Religión del último año de secundaria fueron momentos importantes de crecimiento espiritual. Fue entonces cuando se empezó a forjar mi vocación misionera. De los Misioneros de Africa me atrajo enseguida su pasión por el continente africano y el carácter internacional de sus comunidades.
¿Qué ha supuesto este nombramiento para su actual parroquia en Omán?
Mi nombramiento se anunció mientras colaboraba en una parroquia de la capital del país, Mascate. Al acabar mi mandato como rector del PISAI, solicité un tiempo sabático a la Santa Sede, de la que depende directamente el Instituto. Quería aprovechar para conocer de primera mano la experiencia de la Iglesia en otra parte del mundo islámico. La comunidad católica de Omán está compuesta exclusivamente por inmigrantes procedentes de la India y de Filipinas, pero también de muchos otros países, entre ellos, una pequeña comunidad hispanohablante. La parroquia me recibió con los brazos abiertos desde el primer momento. Los primeros días me resultaba paradójico tener que haber venido a la península arábiga para ver iglesias llenas de fe. La noticia de mi nombramiento episcopal fue acogida con gran alegría.
Teoría y encuentro. ¿Qué se lleva a su nueva misión de su etapa como rector del PISAI?
Mis estudios sobre la religión islámica y mi docencia en este ámbito no nacieron de un interés puramente teórico, sino de un encuentro. Mi primer contacto significativo con el islam tuvo lugar en Jartum, capital de Sudán, durante mi etapa formativa, antes de la división del país. Trabajé en una parroquia en las afueras de la capital. Nuestros feligreses eran cristianos del sur, desplazados al norte a causa de la guerra.
Aquella primera experiencia me hizo comprender enseguida que los musulmanes, como los cristianos, son capaces de lo mejor y de lo peor. Esto me ayudó a evitar idealizaciones. Los dos años que pasé en Ghardaia (Argelia) tras mi ordenación sacerdotal me permitieron seguir conociendo a los musulmanes en un contexto diferente al de Jartum. En general, fue una experiencia positiva, marcada por la amistad y el aprecio mutuo. Entonces, nació mi deseo de conocer mejor su tradición religiosa y la fe que los anima. A esto siguieron varios años de estudio y trabajo en Egipto, Italia, Túnez y Estados Unidos. En 2014, tras terminar el doctorado, me nombraron jefe de estudios del PISAI. No fue fácil aceptarlo, pues deseaba volver a la misión, Mi consuelo durante estos años en Roma fue que muchos estudiantes del Instituto se preparaban para vivir su fe cristiana en contextos marcados por la presencia del islam, lo que me hizo sentir que yo también contribuía, en cierto modo, a esta particular misión a la que algunos nos sentimos llamados en la Iglesia.
En el diálogo con el islam, ¿Cómo se vive en el día a día el “Documento sobre la Fraternidad Humana” de Abu Dabi?
El mensaje principal del Documento sobre la Fraternidad Humana para la paz mundial y la convivencia común se encuentra ya en su título: la manera de lograr «la paz mundial y la convivencia común» es desarrollar un sentido de la «fraternidad humana» que sea universal, que vaya más allá de las fronteras nacionales, culturales y religiosas, «que abraza a todos los hombres, los une y los hace iguales», permitiendo la coexistencia de diversas expresiones culturales y religiosas y construyendo una sociedad más justa y pacífica. En esencia, el Documento defiende una visión de la fraternidad en la diversidad. Las comunidades religiosas están llamadas a una cultura del diálogo, a colaborar y a fomentar el conocimiento mutuo. Todos -no solo musulmanes y cristianos- están invitados a redescubrir los valores de la paz, la justicia, la bondad, la belleza, la fraternidad y la coexistencia como clave para la supervivencia de la humanidad. Vivir este mensaje significa inspirarse en él para transformar la realidad en la que vivimos. No se debe olvidar que el islam y el cristianismo no dialogan en abstracto, sino que son cristianos y musulmanes concretos, de carne y hueso, que viven contextos sociales y culturales muy diversos. En el diálogo islamo-cristiano no hay una talla única ni una fórmula mágica.
En su nueva diócesis está la tumba de san Carlos de Foucauld. ¿Sigue siendo una inspiración para la evangelización actual?
Ciertamente, san Carlos de Foucauld, cuyos restos mortales descansan en el cementerio cristiano de El Menia, donde fueron trasladados en 1929, una vez iniciado su proceso de beatificación en 1927, es una inspiración para la evangelización entendida en clave de fraternidad universal. Basta decir que el mismo papa Francisco lo señala como una de las figuras que inspiraron su encíclica Fratelli tutti.
Solo dos mil católicos. Impresiona ver en un mapa el enorme territorio que ocupa la Diócesis de Laghouat, pero tiene muy pocas parroquias. ¿Cómo es aquella Iglesia local?
La Diócesis de Laghouat tiene 2.107.708 km², es decir, más de cuatro veces la superficie de España. Sin embargo, gran parte de este territorio son dunas y arena. En esta inmensa extensión viven poco más de cinco millones de personas, de las cuales algo más de dos mil son católicos. Es decir, la Iglesia local es una pequeña minoría esparcida en un territorio enorme, donde trata de vivir su vocación de ser sal de la tierra y luz del mundo entre el pueblo argelino. Aparte de sus dimensiones, la Diócesis de Laghouat presenta muchos rasgos en común con el resto de las diócesis del Magreb. Son Iglesias con una larga y fecunda historia, y que han dado grandes figuras a la Iglesia universal. Baste pensar en san Agustín de Hipona, en Tertuliano o en las santas Perpetua y Felicidad. Sin embargo, las Iglesias hoy presentes en el Magreb son más bien la continuación de una Iglesia que llegó con la expansión colonial de Europa, lo que introdujo una cierta ambigüedad en la relación con la población local y en la percepción mutua. Dicho esto, en los últimos años, las Iglesias del Magreb han perdido progresivamente su carácter europeo: tanto los fieles como la nueva generación de consagrados que trabajan en la región son cada vez más diversos y provienen sobre todo del África subsahariana y de Asia.
Vida Nueva