Año tras año los cristianos vivimos el camino de la Cuaresma, un camino mistagógico de cuarenta días que nos ayuda a prepararnos para celebrar el Misterio más grande de nuestra fe: la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Hay para quienes este tiempo no es más que un tiempo para la diversión. Para otros es un tiempo de colores morados y de penitencias. Para otros es el tiempo de los antojos: pescados, mariscos y postres. Sin embargo, hay quienes saben que este tiempo se trata de un período de espera paciente, momento de caminar cadenciosamente y de detenernos silenciosamente, de acallar las voces de nuestro hambriento ego herido y de contemplar la vida en toda su belleza, anchura y profundidad.
La Cuaresma nos presenta un horizonte insospechado de posibilidades para unirnos al misterio del amor del Padre para con nosotros su pueblo fiel, un misterio de amor tan grande que nos ha entregado a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna y vida abundante. (Cfr. Jn. 3, 16). Este es un tiempo litúrgico privilegiado para impregnarnos del buen aroma de Cristo y de su fragancia que penetra y perfuma todos los rincones de nuestra vida y de nuestras relaciones. No es un tiempo de una penitencia estoica, más amante del dolor que del amor. Es el tiempo de la ascesis artesanal, comprometida en retejer nuestra vida y nuestras relaciones con los demás con el hilo tan frágil de la bondad y de la paz.
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