José Arregi/ Aizarna, 6 de enero de 2020
Inmóvil y silencioso en la rama desnuda, un mirlo contempla el paisaje nevado de Aizarna. Todo emana quietud y armonía. Todo respira en paz.
Pero en cuanto me asomo a la primera noticia, a la primera página, al primer pensamiento, se hacen presentes la enorme incertidumbre planetaria del momento, las amenazas de esta pandemia y de otras peores presentes ya o venideras. Surge la zozobra, se resquebraja la paz. Y vuelvo a preguntarme sobre el enigma y la contradicción de nuestra especie humana: ¿Somos capaces de la paz que emana del fondo de esta mañana de invierno, de la paz que anhela el corazón de cuanto es y nuestro propio corazón? ¿Será posible la paz en la Tierra dominada por el Homo Sapiens?
No la paz sumisa o conformista de la “tranquilidad en el orden” que dice San Agustín en La ciudad de Dios (libro XXII, cap. 30), si bien hay que decir que por “orden” entendía Agustín “que cada uno ocupe el lugar justo que le corresponde”. Pero él amaba el orden del Imperio y su paz, y lamentó su caída, de la que fue testigo.
(…)
Anhelamos la paz del reconocimiento mutuo, del respeto profundo, del cuidado universal. La paz de la igualdad y de la justicia. No una paz perfecta y sin tensiones ni sombras, sino una paz en camino, una paz que mira hacia la meta sin pretender alcanzarla, una paz que yerra y cae –errar y caer es humano– y cada vez tiende la mano y se deja tomar de la mano, y se levanta y camina de nuevo humildemente, humanamente, sin desesperar de sí ni condenar al prójimo.
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Artículo completo: EN CAMINO HACIA LA PAZ