Tengo cada año la misma impresión: que hay algo que no cuadra en nuestra celebración del «domingo de Ramos». ¿Por qué nos identificamos con los discípulos que cantaban “¡Viva! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega!”, y no lo hacemos cuando, una vez detenido Jesús, los discípulos “lo abandonaron y huyeron todos”?
Se trata sin duda de una actitud bastante común entre los humanos, la de reescribir constantemente nuestra historia asumiendo de ella únicamente lo que nos parece “positivo”. Escuchando a mis compatriotas dar sus versiones tan divergentes de la última guerra civil española, se diría que no hablan del mismo país. Sucede algo parecido en Francia, Polonia e Italia cuando se trata de la colaboración de sus ciudadanos con la política de Hitler. Sin duda Georges Orwell tenía razón en su ‘1984’ cuando cuenta que reescribir la Historia cada vez que el país cambiaba de aliados era la principal tarea del «Ministerio de la verdad». Esa misma actitud la encontramos en nuestra comunidad cristiana. Ya San Lucas idealizaba su historia al escribir que los primeros cristianos estaban tan unidos “que lo poseían todo en común”. Por lo menos Lucas era honesto, y escribió dos capítulos más adelante que “los de lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea” con motivo de la ayuda que se daba a las viudas. Y en nuestros días, el cardenal guineano Sarah y el papa Francisco ¿están hablando del mismo concilio cuando comentan acerca del Vaticano II? No debiéramos pues extrañarnos si nos identificamos gustosamente con los discípulos cuando entran en Jerusalén con Jesús, y nos olvidamos de ellos cuando lo abandonan y huyen.
Se trata también de otra tentación en la que a menudo caemos, la de preocuparnos por nuestras necesidades y deseos inmediatos y desanimarnos ante las exigencias de los proyectos importantes a largo plazo. De hecho ¿cuántas veces hemos criticado a nuestros líderes porque carecen de visión y piensan tan sólo en las próximas elecciones? Al llegar a Jerusalén los discípulos esperaban la llegada inmediata del Reino, y proclamaron orgullosos “¡Bendito el reino que llega!”.Pero tan pronto como Jesús fue detenido, tuvieron la impresión de que el reino no iba a llegar de inmediato, y huyeron. Yo sospecho que el que en Europa los cristianos seamos ahora una minoría, a menudo despreciada, es una de las razones de la falta de espíritu misionero a largo plazo. Y ello precisamente cuando el mundo que nos rodea tiene más que nunca necesidad de la esperanza que nos habita.
Meditando todo eso, me ha venido en mente la genealogía que Mateo coloca al comienzo de su evangelio. Está convencido de que Jesús asumió realmente sus raíces y las raíces de nuestra humanidad. Jesús aceptó que entre sus antepasados hubiera prostitutas (Tamar y Rajab), criminales (David, que ordenó el asesinato de Urías para robarle su esposa) y gente débil (Abraham, que para salvar su piel estaba dispuesto a dejar a su esposa en manos del faraón). Al autor de la carta a los Hebreos le parece muy importante que Jesús había sido tan humano como nosotros: “Como los suyos tienen todos la misma carne y sangre, también él asumió una como la de ellos” (Hebreos 2.14). Lo cual Pablo resume para los Gálatas “Envió Dios a su hijo, nacido de mujer, sometido a la ley» (Gálatas 4,4).
En mi oración me he sentido doblemente cuestionado. ¿Estoy dispuesto a asumir mis debilidades, mis defectos, mis traiciones… y no sólo mis victorias, mis cualidades y mis éxitos? ¿Y las debilidades y traiciones de la comunidad cristiana, los abusos de poder, su sometimiento al dinero, los casos de pedofilia…? Asumirlas equivale a confesar que sólo Jesús salva, no nosotros; aceptar que tenemos que adaptarnos a los planes de Dios, y no El a los nuestros; asumir que no hay nada absoluto en nuestras vidas excepto lo absoluto de Dios que se manifiesta en Jesús. Y también, especialmente al comienzo de la semana Santa: ¿Estoy dispuesto, estamos dispuestos a aceptar que a corto plazo Jesús muere solo, sufriendo, traicionado, abandonado… y que nos pide compartir con él su vivencia?
Ramón Echeverría, mafr